Santa Teresa de Jesús y la Asunción de la Virgen María: una relación de amor, misterio y misión

15 ag. 2025 | Aventuremos la Vida

Cada 15 de agosto, la Iglesia celebra con júbilo la Asunción de la Virgen María, misterio de fe que proclama que la Madre del Señor fue llevada al cielo en cuerpo y alma, anticipando en su persona el destino glorioso de toda la humanidad redimida. Para Santa Teresa de Jesús, esta fiesta no fue solo una solemnidad litúrgica, sino una fecha profundamente marcada en su biografía, en su itinerario místico y en su vocación fundadora.

Una fecha que marcó su carne y su alma

La primera huella de la Asunción en la vida de Teresa tiene lugar en 1539, cuando, tras regresar muy debilitada del tratamiento en Becedas, vive uno de los momentos más dramáticos de su vida. El 15 de agosto, queriendo confesarse para comulgar en honor a la Virgen Asunta, se lo impiden. Aquella misma noche sufre un paroxismo severo que la deja cuatro días sin sentido, a las puertas de la muerte (cf. Vida 5,9).

Este episodio, lejos de quedar como un simple recuerdo de enfermedad, está enmarcado en su viva relación con la Virgen María. Años antes, tras la muerte de su madre, Teresa había suplicado con lágrimas a la Virgen que la acogiera como hija. Y así lo recordará:

“Acuérdome que cuando murió mi madre… fuime a una imagen de nuestra Señora y supliquéle fuese mi madre… Me ha valido, porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella” (Vida 1,7).

Este primer 15 de agosto fue, paradójicamente, una experiencia pascual en la carne: muerte inminente, pero salvación. Dolor humano, pero protección celestial. Un anticipo, incluso, de lo que será más tarde su sensibilidad mística: la salvación viene por María.

Una mariofanía luminosa: la Virgen y San José la acompañan

El segundo gran acontecimiento relacionado con la Asunción tuvo lugar el 15 de agosto de 1561, en la iglesia de Santo Tomás de Ávila, mientras preparaba la fundación del primer convento reformado: San José. En medio de los trabajos y tribulaciones, Teresa recibe una visión mística que marcará su camino:

“Vi a nuestra Señora al lado derecho, y a mi padre san José al izquierdo… Era grandísima la hermosura que vi en nuestra Señora […] parecía que los veía subir al cielo con mucha multitud de ángeles. Yo quedé con mucha soledad…” (Vida 33,14-15).

La descripción de Teresa tiene un tono profundamente mariano y eclesial. La Virgen no es solo “vista”, sino contemplada en su gloria celestial, vestida de blanco y rodeada de ángeles. El hecho de verla junto a san José refuerza no solo su amor por ambos, sino la raíz de la vocación carmelita reformada: fundada bajo su amparo y protección.

El lenguaje usado por Teresa revela no solo una visión externa, sino un acontecimiento interior, de esos que transforman. La “soledad” que le queda tras la visión no es vacío, sino llamada y compromiso. La Madre que asciende al cielo le recuerda cuál es su meta: Dios, y la tarea que tiene entre manos: reformar la Orden en fidelidad al Evangelio y al espíritu de oración.

Una visión de la gloria: la Asunción como promesa futura

Años después, entre 1563 y 1565, ya viviendo en el Carmelo de San José, Teresa experimenta de nuevo un don extraordinario en la misma solemnidad de la Asunción. El Señor le concede una visión del misterio en su profundidad escatológica:

“Un día de la Asunción de la Reina de los Ángeles y Señora nuestra, me quiso el Señor hacer esta merced: en un arrobamiento se me representó su subida al cielo y la alegría y solemnidad con que fue recibida… Fue grandísima la gloria que mi espíritu tuvo de ver tanta gloria… Quedóme gran deseo de servir a esta Señora, pues tanto mereció” (Vida 39,26).

Esta experiencia une definitivamente en el alma de Teresa la gloria de María y su propia vocación. No es solo una gracia mística: es un impulso para la entrega, una motivación para la vida carmelita. Ver la gloria de María le despierta el deseo profundo de servirla, de pertenecer más plenamente a Cristo, como ella.

El hecho de que esta visión suceda en pleno proceso fundacional refuerza una convicción teológica y espiritual que atraviesa toda su obra: María es la gran Maestra del Carmelo, la que nos conduce a su Hijo, la que nos enseña a vivir en humildad, oración, desasimiento y caridad.

Fundaciones bajo el manto de María

No es casualidad que la fundación del convento de Valladolid, el 15 de agosto de 1568, ocurriera también en la solemnidad de la Asunción. Para Teresa, esta fecha no era solo un recuerdo: era una elección consciente, teológica, espiritual. María, Reina del cielo, debía ser también Reina de cada fundación carmelita.

En su breviario personal, la liturgia de la Asunción estaba resaltada con solemnidad, incluso con una estampa a toda página: la Virgen coronada, elevada por ángeles ante los apóstoles. Una imagen viva de su fe y su esperanza.

Una maternidad espiritual viva

En todo el Libro de la Vida, y más allá de las experiencias místicas, queda claro que para Santa Teresa de Jesús, María fue presencia constante, guía segura, y Madre que no falla. Su confianza en la Virgen fue tierna y radical: desde su infancia hasta sus últimos días, se encomendó a Ella con la certeza de quien sabe que María cuida, enseña, acompaña y vence.

La Asunción no fue para Teresa una doctrina más, sino una promesa viva: lo que Dios hizo con María, también lo quiere hacer con nosotros. Por eso, celebrar la Asunción es para los carmelitas descalzos no solo mirar al cielo, sino abrir el alma a la misión y a la gloria futura, viviendo desde ahora con el corazón puesto donde está nuestra Reina.

Conclusión: María Asunta, signo y madre del Carmelo renovado

Para los hijos e hijas de Santa Teresa de Jesús, la solemnidad de la Asunción es mucho más que una fiesta. Es un pilar fundacional, un signo de identidad, un reflejo de la vocación a la que estamos llamados: vivir unidos a Cristo, en comunión con María, con la esperanza de compartir un día su misma gloria.

Que, como Santa Teresa, también nosotros sepamos ver a la Virgen subir al cielo rodeada de ángeles, y desde esa visión, quedarnos con “soledad fecunda” en el corazón, con deseo de servir más, de amar mejor, de vivir en fidelidad al don recibido.