En un momento de exaltación del movimiento “feminista” y de crítica contra la discriminación de las mujeres en las sociedades de épocas pasadas, me complace recordar la propuesta de una mujer del siglo XVI, Teresa de Jesús, que clamó por la dignidad y libertad de la mujer e ideó una institución en la Iglesia católica: la Reforma del Carmelo, de la que se cumplen hoy, 24 de agosto, 459 años (1562-2021).
No pretendo, en este breve comentario, sumarme a las propuestas del moderno feminismo, sino recordar que, en una época de mentalidad antifeminista que marginaba a las mujeres en la vida social y religiosa, Teresa de Jesús las defendió y pidió para ella y sus seguidoras un quehacer apostólico en la Iglesia como ejercicio de libertad. La petición de libertad para las mujeres tiene un precedente y fundamento en su propia historia.
Mujer con un profundo sentimiento de libertad, quiere gozarla en la sociedad y en la Iglesia siendo un miembro útil en un momento tan trágico como el que está viviendo: “estáse ardiendo el mundo”, escribe (CaminoV, 1, 5); la iglesia está “en grandes tempestades” (Vida, 13, 20), sacudida por las herejías y las inmoralidades de sus miembros. Teresa sabe que el mundo tiene “acorraladas” a las mujeres (CaminoE. 4,1), y en la misma Iglesia se siente “atada” (Moradas, VI, 6, 3; Vida, 33, 11), “imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor” (CaminoV, 1, 2); no obstante, ofrece su colaboración para “salvar” las almas de los herejes de Europa y los gentiles en lugares de misión.
Estos sentimientos y deseos, la riqueza de sus experiencias místicas y un suficiente bagaje cultural no son suficientes para una Iglesia que impide a las mujeres enseñar en la Iglesia fundada en una sola frase de san Pablo, cuyo valor normativo debería ser revisado por los doctores de la Iglesia (cf. CaminoV,15, 6. Y Cuenta de conciencia 16, de EDE, julio 1571). Teresa lo ha vivido dramáticamente, con un sentimiento de pena y de frustración, como confesó una testigo en los Procesos de beatificación. Dijo que era poco dada a las lágrimas cuando se trataba de cosas temporales, pero la vio llorar “muchas veces […] por no poder ir a enseñar a tierra de herejes por ser mujer”. En consecuencia, lo único que podía hacer era un “poquito”: refugiarse en el convento de San José de Ávila, recién fundado, y, con un pequeño grupo de seguidoras, observar los “consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese” (CaminoV, 1, 2). De esa simiente tan “poquita cosa”, un grano de mostaza, nacería un árbol gigantesco, una luz que todavía perdura.
Los lectores de las obras de santa Teresa encontrarán páginas encendidas en defensa de las mujeres, sobre todo las orantes y con experiencias místicas; y críticas contra los teólogos e inquisidores que desconfiaban de ellas y no les permitían leer la Sagrada Escritura y mucho menos enseñar en la Iglesia. Es muy conocido el texto que escribió la Santa en la primera redacción del Camino que fue muy tachado por la censura en el que defiende a las mujeres orantes de la sospecha de los inquisidores, “todos varones”, porque “no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa”. Funda la razón última de su defensa en que Cristo las “favoreció” en vida y encontró en ellas “tanto amor y más fe que en los hombres”. Y, sobre todo, en que María, su Madre, era una mujer (CaminoE, 4, 1).
Por último, Teresa, que tanto sufrió como hija de la Iglesia “por ser mujer”, por no poder ser un miembro activo como ella deseaba, encontró un espacio de libertad en una institución religiosa fundada por ella donde las mujeres pudiesen ser libres de ataduras terrenas y de críticas de los varones eligiendo su propio destino. En ese cenáculo de libertad ella podía ejercer un magisterio hablado y escrito, además de ser un ejemplo de perfección evangélica. Aunque jurídicamente dependía de la autoridad del Padre General, de los obispos y de los comisarios o visitadores apostólicos, de los obispos de las diócesis y de las autoridades civiles, se comportó con mucha libertad para aceptar nuevas fundaciones, organizar la vida de las comunidades, trasladar las monjas de un convento a otro y elegir las mejores para las fundaciones y las primeras prioras, etc. Se comportó como una verdadera “fundadora” y legisladora.
En esos “palomarcitos” teresianos las jóvenes aspirantes encontraron horizontes de libertad, aun dentro de una disciplina claustral impuesta por la Fundadora con “rigor” y “suavidad”. Entendieron que en los conventos de la madre Teresa no se podía entrar para “remediarse” socialmente ni siquiera para “salvar su alma” o no “condenarse”, en una actitud egoísta, sentimientos de los que no estuvo libre Doña Teresa de Ahumada al elegir el estado religioso en La Encarnación; sino para ayudar a la Iglesia en su misión evangelizadora siguiendo la llamada de Jesucristo. La vida fraterna vivida en caridad, el desasimiento, la humildad, la oración contemplativa serán el fundamento de las comunidades teresianas, su alma. Un esquema de vida que no se podía cumplir sin una vocación especial que la fundadora Teresa percibía intuitivamente en las candidatas.
Quiero concluir recordando que, en el tiempo de la fundadora Teresa, algunas jóvenes se vieron liberadas de aceptar un matrimonio forzado, elegido no por las mujeres, sino por sus padres; matrimonios de conveniencia, concertados entre las partes de manera especial en las monarquías hereditarias, y también en las clases nobles y en las mismas clases populares. Los textos teresianos nos permiten conocer esa costumbre con ejemplos clamorosos, como el caso de Casilda de Padilla, hija del Adelantado de Castilla y de la familia de los condes de Buendía, cuyas peripecias para ser monja carmelita en Valladolid narra la historiadora Teresa (Fundaciones, caps. 10, 7-16 y 11). Y la de Catalina Godínez, una de las fundadoras del convento de Beas de Segura, su padre “de noble linaje con hartos bienes temporales”, también ampliamente historiado por Teresa (Fundaciones, cap. 22). Ambas jóvenes se opusieron a la voluntad de sus padres, que las obligaban a casarse con maridos no deseados. Casilda no perseveró en la Reforma de santa Teresa, sino en otra institución religiosa. Y Catalina fue una monja importante en el convento de Beas.
Así concluye este largo relato, un capítulo interesante de la historia de las mujeres en la España del Siglo XVI, figura exportable a otros territorios y a otros tiempos.
Daniel de Pablo Maroto
Carmelita Descalzo
“La Santa” – Ávila