Celebrar hoy, 14 de diciembre, la solemnidad de San Juan de la Cruz es mucho más que recordar a un santo del pasado. Es volver a mirar el corazón del Carmelo descalzo, dejar que su vida y su palabra nos interroguen y nos orienten. Juan no fundó una teoría espiritual: encarnó una forma de vivir el Evangelio, radical, libre y profundamente humana.
Ser carmelita descalzo, a la luz de San Juan de la Cruz, es ante todo buscar a Dios con todo el ser. No como una idea, ni como un consuelo pasajero, sino como el centro que unifica la vida. Para Juan, la vocación carmelitana no admite medias tintas: o se vive desde el amor total, o se vacía de sentido. Por eso su llamada es siempre exigente y, al mismo tiempo, profundamente liberadora.
La vida del carmelita descalzo nace del desasimiento. Juan lo aprendió en la pobreza de su infancia, lo profundizó en la soledad de Duruelo y lo selló en la noche oscura de Toledo. Despojarse no es despreciar lo creado, sino no absolutizar nada que no sea Dios. El carmelita descalzo vive ligero de equipaje, interior y exteriormente, para que el corazón quede disponible. Solo así puede amar de verdad.
Ser carmelita descalzo es también aprender a atravesar la noche. San Juan no promete caminos fáciles. Sabe que la fe madura cuando se purifica de apoyos sensibles, cuando se sostiene en la confianza desnuda. La noche oscura no es fracaso ni castigo, sino pedagogía divina. El carmelita descalzo no huye de ella, no se escandaliza del silencio de Dios, sino que permanece, convencido de que el Amor actúa incluso cuando no se siente.
Desde esa experiencia nace una forma concreta de orar. Para Juan, la oración no es hablar mucho, sino amar mucho; no es buscar experiencias, sino dejarse transformar. El carmelita descalzo cultiva el silencio, la escucha de la Palabra, la liturgia y la soledad habitada, no como refugio, sino como lugar de encuentro. La oración es el espacio donde la vida se unifica y se orienta.
Pero San Juan de la Cruz nunca separa contemplación y fraternidad. Ser carmelita descalzo es vivir en comunidad, aprendiendo el amor concreto, la paciencia, el perdón, la humildad. Juan sufrió incomprensiones profundas dentro de su propia Orden, y aun así nunca rompió la comunión. Su fidelidad silenciosa es una lección permanente: la unión con Dios se verifica en la forma de amar a los hermanos.
Tampoco separa contemplación y misión. Aunque su palabra sea silenciosa y su acción discreta, el carmelita descalzo existe para la Iglesia y para el mundo. San Juan sirvió como formador, confesor, consejero espiritual, y lo hizo desde una gran discreción. Su misión fue ayudar a otros a caminar hacia Dios. Ese sigue siendo hoy el servicio propio del Carmelo: custodiar la interioridad y ofrecer caminos de vida espiritual.
En el centro de todo está el amor. El amor purificado, probado, libre. El amor que no se apropia ni exige. El amor que transforma. En la Llama de amor viva, Juan expresa la meta de la vocación carmelitana: una vida habitada por Dios, donde el alma y el Espíritu laten al unísono. No se trata de huir del mundo, sino de vivir en él con un corazón encendido.
Celebrar la solemnidad de San Juan de la Cruz es renovar esta llamada. Ser carmelita descalzo hoy es atreverse a vivir lo esencial en un mundo saturado de ruido; elegir la verdad del corazón frente a la dispersión; confiar cuando no se ve; amar cuando cuesta; permanecer cuando todo invita a huir.
San Juan de la Cruz, padre y maestro del Carmelo descalzo, nos sigue diciendo en este día:
camina ligero, ama mucho, no temas la noche, porque al final solo el Amor permanece.

