El Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús no solo es una autobiografía espiritual, sino también un testimonio humano profundamente marcado por la experiencia familiar. Desde el primer capítulo de esta obra, la Santa muestra con claridad cómo el entorno doméstico, y en particular sus padres, influyeron decisivamente en el despertar de su vocación y en la configuración de su sensibilidad espiritual.
En palabras de la misma Teresa:
“El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara […] para ser buena” (Vida, cap. 1, 1).
Su padre, Alonso Sánchez de Cepeda, es presentado como un hombre justo, piadoso, caritativo y amante de la lectura espiritual. Teresa lo recuerda como alguien que no podía tolerar tener esclavos en casa, y que se dedicaba a ayudar con generosidad a los pobres y enfermos. Su testimonio de vida fue una primera semilla que, aunque más adelante se viera sofocada por las distracciones juveniles de la Santa, quedó profundamente sembrada en su alma.
De su madre, Beatriz Dávila de Ahumada, Teresa destaca no solo su belleza y virtud, sino especialmente su fervor religioso y su influjo en los primeros pasos de fe de sus hijos. Fue ella quien introdujo a Teresa en la devoción a la Virgen María y a los santos, inculcándole el rezo del rosario y el amor por las prácticas de piedad. La muerte temprana de su madre marcó a Teresa profundamente; tenía solo 13 años cuando la perdió, y fue entonces cuando, en su aflicción, se volvió con confianza infantil hacia María:
“Como me vi sin madre, comencé a ser muy aficionada a la Virgen, y encomendábame a ella siempre” (Vida, cap. 1, 7).
Este primer refugio en la Madre de Dios prefigura una constante en toda la vida de Teresa: la confianza absoluta en la intercesión materna, tanto de la Virgen como de quienes le sirvieron como modelo de amor fiel a Dios, como San José.
El hogar teresiano fue también un espacio donde Teresa aprendió, por contraste, los peligros de una compañía que no conduce a la virtud. Ella misma reconoce el daño que le hizo frecuentar ciertas amistades familiares en la adolescencia —incluso dentro de su propia parentela— que despertaron en ella aficiones mundanas y vanidades juveniles. Este reconocimiento le permite, más adelante, aconsejar a los padres sobre la vigilancia necesaria en la formación moral de los hijos.
“Si yo hubiera de aconsejar, dijera a los padres que en esta edad tuviesen gran cuenta con las personas que tratan sus hijos, porque aquí está mucho mal, que se va nuestro natural antes a lo peor que a lo mejor” (Vida, cap. 2, 3).
La familia aparece así como una realidad ambivalente en la vida de Teresa: por un lado, como fuente de virtud y referencia espiritual; por otro, como ámbito que requiere discernimiento y vigilancia para que no se convierta en obstáculo en el camino de la fe. Sin embargo, su testimonio es claro: el amor de sus padres, sus ejemplos de caridad, oración y rectitud moral fueron determinantes para encaminar su vida hacia Dios, y permanecieron como punto de referencia durante sus años de crisis y conversión.
A lo largo de todo el Libro de la Vida, Teresa vuelve una y otra vez a esta raíz fundante que es su familia. No lo hace de modo sentimental, sino como quien reconoce que Dios se sirve de lo humano para allanar el camino hacia lo divino. Su familia fue la primera escuela de fe, y su memoria —sobre todo la de su madre y padre—, un sostén que le permitió retomar el camino cuando parecía haberse extraviado.
En una época en que la familia es a menudo desafiada o relativizada, el testimonio de Santa Teresa resuena con fuerza: la vida espiritual nace, muchas veces, de los gestos sencillos y constantes de los padres, del ejemplo silencioso, de la oración compartida, del ambiente de amor cristiano vivido en el hogar. Así lo vivió la Santa de Ávila, y así lo quiso dejar escrito para todos.

