Hoy nos ha dejado Teófanes, profesor, amigo y hermano de comunidad con el que he compartido buena parte de mi vida y con el que he trabajado en algo tan entrañable para los dos como es el estudio de San José. Hoy podemos decir que nos sentimos un poco huérfanos; tristes. Sin él, algunas cosas ya no serán lo mismo, pues con él, el estudioso de la historia carmelitana y josefina, se cierra una etapa y una referencia que no podemos llenar.
Teófanes, José de Jesús María, como le conocíamos en el Carmelo, fue ante todo un fraile desde que en 1947, a los 11 años, llegó al Seminario carmelitano de Medina del Campo para ser eso: fraile carmelita y misionero.
Teófanes, que siempre se presentaba como “un niño del antiguo régimen”, decía de sí mismo: “nací en un pueblo, y encima nada más estallar la Guerra Civil, porque, aquí en España, hubo una Guerra, y me crie en la postguerra”. Nace en Gajates, a la vera del río Gamo, junto a la Cuesta del burro, en los alrededores de Alba de Tormes, el 1 de abril de 1936, en el seno de una familia humilde, pobre, diría él, a la que quería entrañablemente y de la que siempre se sintió orgulloso. Fueron sus padres Fidel y Asunción. Tuvo una infancia feliz en el pueblo, entre juegos y escuela. Siempre recodaba agradecido lo mucho que le enseñaron los maestros que tuvo, Don Francisco y Don Leo, y lo mucho que a ellos les debe, sobre todo la pasión por la lectura: “Nos capacitó para seguir interesados en el leer”.
En 1947 marcha al seminario carmelitano de Medina del Campo, donde pasó cuatro años entre estudios y privaciones de meriendas, solía decir que a pesar del hambre que se pasaba en aquellos años de postguerra, “no merendé un solo día”. Aquí se aficionó al fútbol, destacando como extremo izquierdo, siempre nos recordaba que fue “el Basora” del Seminario.
Con quince años, 1951, comienza el año de noviciado en Segovia, donde al margen de adentrase por los caminos de la observancia, tendrá que hacer frente a la tuberculosis, de la que logró salir no por la carne de los grajo, que se cazaban en la peñas grajeras de la huerta conventual, sino por la oraciones y novenas que el maestro de novicios, P. Matías, mandó hacer a San José para que el joven José de Jesús María recobrase la salud. Así sucedió y pudo profesar como carmelita descalzo. A este acontecimiento se debe la devoción y el interés que tuvo por el santo patriarca a lo largo de toda su vida.
Entre 1952-1955 estudia filosofía en Ávila, y entre 1955-1959 teología en la Universidad pontificia de Salamanca: “Yo doy gracias por haber estudiado aquella teología escolástica de rigor conceptual”, siempre recordaba, con nostalgia a sus compañeros que estudiaban la teología en el colegio de Alba de Tormes, y no porque allí se estudiaba más, sino porque se lo pasaban mejor, y sobre todo porque se jugaba al fútbol.
Después de un año en Madrid, donde se ordena de sacerdote en la capilla de los obispos Eijo y Garay. En aquella etapa estaba preparando la tesis en teología sobre San José y los predicadores del siglo XVI bajo la dirección del jesuita Bernardino Llorca, tesis que nunca terminó, pues fue enviado por los superiores a Valladolid, donde entre 1960-1965 sigue los estudios de historia en la facultad de Filosofía y Letras de la universidad vallisoletana, donde se licencia.
Recién licenciado es llamado a filas, como capellán castrense, sirviendo a lo largo de dos años en regulares y en la Legión de Melilla, en las islas Chafarinas, “en la línea del enemigo”, como gustaba recordar, y en donde escribió el capítulo de su tesis doctoral correspondiente al marqués de la Ensenada.
Acabado el servicio militar comienza su larga trayectoria docente, 1967-2001, como profesor de Historia moderna, Catedrático de Historia Moderna desde 1989, sin buscarlo. En 1970, leyó su tesis doctoral, Opinión pública y oposición al poder en la España del siglo XVIII (1713-1759), dirigida por el profesor Antonio Benthacourt.
Teófanes fue ante todo un fraile, un fraile ilustrado. Fue un fraile ilustrado, al estilo del P. Feijoo, al que tanto gustaba citar; comprometido con otras muchas cosas, como la historia.
Fue un hombre bueno. Un hombre cercano y receptivo, asequible y generoso, cualidades que algunos achacaban a su condición de fraile carmelita. Entre los que le conocieron y trataron no faltan quienes piensan que buena parte de su bagaje espiritual y disposición humana se lo debe a “un proceso lento de intelectualización de la obra y figura de Juan de Yepes, alias San Juan de la Cruz”. Se decía de él que “tiene el equilibrio de quien ostenta la verdadera autoridad y se sabe mortal, conscientemente mortal”. Hasta tal punto se consideraba así que, en los últimos años, entre broma y seriedad, solía decir que “estadísticamente soy un muerto”.
Todos los que le trataron de cerca destacan en él su cercanía con los diversos sectores sociales y culturales de Valladolid, ciudad en la que ha vivido y trabajado la mayor parte de su vida. Justo de Pablo, el amigo y compañero inseparable de Julio Valdeón, decía de Teófanes que era “el único capaz de hacer interesante el comentario del evangelio”.
Desde el ambón de San Benito también ejerció “el poder de la palabra”, con sus homilías, donde sabía adaptarse a la gente sencilla, y por eso tan valorado por muchos fieles, que decía de ellas a finales de los años sesenta que “eran, como la minifalda, cortas y enseñaban”. Con el mismo interés preparaba sus clases, una conferencia para pronunciarla en cualquier congreso o acto académico, que para ser dada en una asociación de vecinos o en una humilde parroquia de la periferia de Valladolid, o en la Semanas de formación de los frailes Carmelitas. Para él los oyentes, todos los oyentes, era importantes.
Como historiador, de lo que ejerció a lo largo de su vida, y no presumió, sintió la obligación de “mirar a la ciudad que le albergó y le acogió”, ciudad que no es otra que Valladolid, y porque la ha conocido, la ha querido y estimado como no podía ser de otra manera en un hombre dedicado a la historia moderna. La ciudad era para él el centro histórico, la ciudad moderna, y en ella la zona de la calle Platerías, la que más le gustaba. Ese cariño por la ciudad, a Valladolid, lo expresó como solía hacerlo él, en su “humilde confesión”, al ser nombrado cronista oficial de la ciudad: “No he hecho nada extraordinaria para recibir este nombramiento, sólo soy un historiador que ha vivido en Valladolid y siendo bien nacido debía estudiar la ciudad en la que he vivido”.
Teófanes, “Don Teo”, para sus compañeros y alumnos de la facultad, el P. José, para su buen amigo Julio Valdeón, y para los muchos feligreses que pasan por la iglesia de San Benito, recogía toda esa amalgama de sabiduría, cinismo, tolerancia e ironía que se escondía tras ese porte poco común de “catedrático despistado”. Porte poco común, pues en sus buenos años universitarios, así le recordamos los que le vimos transitar por los pasillos del viejo edificio universitario, parecía un personaje de otro tiempo, y no lo era, o de otro lugar, y es que con aquel aspecto ascético, poco pelo, siempre con su cigarro y levemente encorvado se había consustanciado con Valladolid y sus gentes.
Aquí en Valladolid, donde tiene sus amigos, hizo escuela, sin pretenderlo, entre sus discípulos, y entre la mucha gente de toda condición que buscaba su consejo.
Todos los que hemos pasado por sus clases recordamos que más que enseñar, y lo hacía y bien, una época concreta de la historia, hablaba del amor por la cultura y la tolerancia, del valor de la historia al servicio de los hombres, para ayudar a denunciar y arrumbar apriorismo, prejuicios, intolerancias y supersticiones, y es que para él el historiador “no está para juzgar sino para explicar el pasado”.
Su inolvidable amigo Julio Valdeón recordaba que “Teófanes es un Sabio”. La inteligencia, la sencillez, el sentido del humor y la socarronería, la capacidad de atraer a los que les escuchaban y el ser un “excepcional trasmisor de la sabiduría” es lo que todos destacaban en Teófanes.
Alguien lo definió como “una especie en extinción” y no tanto por su apabullante capacidad intelectual cuanto, por su capacidad de trasmitir el cariño por una historia distinta, profunda, libre de tópicos e intolerancias, una historia global y cercana.
“Un hombre bueno”, generoso, desinteresado y desprendido. Celoso de sus alrededores, de carácter dialogante y “eternamente curioso”. Capaz de vivir sin nada y con todos. Un hombre sencillo, “bien planchado”, aunque la plancha ni la entendía ni sabía usarla, en fin, un hombre sin dobleces.
Se le ha definido como un humanista, uno de los mejores conocedores del siglo XVIII, sobre todo en la historia espiritual. Un “espíritu crítico e independiente, poco dado a seguir el dictado de modas efímeras”. Un “individualista rebelde”. Un “pionero” en muchos campos de la historia, aunque la humildad de la que era portador, y que para él, hijo de la Madre Teresa, era “andar en verdad” le llevaba a no dar importancia a lo que había conseguido, o a lo que los otros decía de él y de su obra, sencillamente se sentía un profesional que hacía lo que en cada momento le correspondía hacer.
Entre las cualidades de Teófanes todos destacan que escribía no sólo bien, sino muy bien. No era un junta palabras más, un hilvanador de textos, sino que tenía una prosa espléndida en su sintaxis, léxico y en la expresión armoniosa y cabal de cuanto explicaba o narraba. Hablaba tan bien o mejor que escribía, al menos hacía atractivo lo que contaba, y a pesar de sus afirmaciones entre irónica y cínicas: “me cuesta, y mucho, la crueldad de volver a mortificarlos con mi palabra”, todos gustaban escucharle y aprender de él que no era un simple erudito, sino un maestro que ponía sabor a lo que enseñaba.
Más allá de su familia conventual, pues siempre fue, y así lo quiso, fraile, y ejercía como tal, cuando llegaba después de su trabajo universitario, se vestía el hábito carmelitano y lo mismo rezaba el rosario, que se sentaba en el confesonario o hacia cualquier otro servicio en la iglesia de san Benito.
Se sentía cercano a todos, y muchos, amigos y discípulos, que le sentían como parte de sus vidas, siguen recordando lo que Teófanes, al que no le gustaba dar que hacer o causar molestias innecesarias, hacía por todos; lo generoso que era con todos los que requerían de su servicio en cualquiera de las facetas de la vida.
Buena parte de su investigación y de sus publicaciones se centra en la historia de lo religioso, de la espiritualidad, de las mentalidades en la época moderna. En los años setenta del siglo XX tradujo y editó por primera vez en España Obras de Lutero. Ha publicado monografías sobre Santa Teresa, siendo editor del Libro de las Fundaciones y de las Cartas en la edición de las Obras Santa Teresa de la Editorial de Espiritualidad. San Juan de la Cruz, el erasmismo castellano, ocupó su trabajo intelectual. De su pluma salieron libros y estudios sobre las Reformas Protestantes y la Contrarreforma; sobre Lutero y el luteranismo, sobre el anglicanismo, la Inquisición, la España de Felipe II, la condición de los judeoconversos. No obstante, su especialidad, y así lo sentía él, heredero del P. Feijoo, fue la historia del siglo XVIII, y el campo concreto de su investigación fue la oposición al poder político a través de fuentes clandestinas. Tema sobre el que verso su tesis de licenciatura y de doctorado; la religiosidad de los ilustrados, el regalismo, la expulsión de los jesuitas, la España de Carlos IV, las elites de poder, el regalismo y las relaciones Iglesia-Estado.
Un campo de trabajo al que hechó muchas horas hasta sus últimos días fue el estudio de la figura de San José. Debemos tener presente que en el convento de San Benito donde ha residido en Valladolid, los carmelitas tienen el Centro de Estudios Josefinos y editan la revista Estudios Josefinos, de los cuales él fue director. El papel que san José ha tenido en la historia de las devociones y de las mentalidades, el ambiente histórico de la doctrina y el culto josefinos en el renacimiento; el fracaso patronato de san José sobre España y sus dominios; san José y los niños expósitos de Valladolid, son algunos de los temas josefinos por el estudiados.
Mis sentimientos hoy son de dolor y de tristeza, es natural que el cristiano y el religioso llore y sufra con la muerte de los hermanos con los que comparte unos mismos ideales.
No sólo compartíamos el mismo espacio físico, sino que, como religiosos formábamos una misma familia en la que, compartiendo el mismo ideal de vida, seguir a Cristo, consagramos nuestra vida a Dios amado sobre todas las cosas y a la Virgen María del Monte Carmelo; compartíamos la actividad apostólico al servicio de la Iglesia.
Juntos nos reuníamos en la capilla a rezar en distintos momentos del día y a meditar en la palabra de Dios, juntos compartíamos la mesa, “tomando agradecido cuanto nos depara la divina providencia”, y juntos compartimos la recreación común, juntos compartimos el trabajo.
¡Gracias Teófanes por haber compartido la vida contigo!, haber compartido la devoción y el estudio de San José. En Estudios Josefinos y en el Mensajero de San José en el Centro Josefino se te echara de menos, notaremos tu ausencia, que no es fácil reemplazar.
P. Luis Javier Fernández Frontela