«Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»

25 Oct 2025 | Aventuremos la Vida, Evangelio Dominical

El Evangelio nos ofrece hoy también una visión de nuestra vida cristiana desde dentro, desde el punto de vista de la oración. Tras recordarnos Jesús que tenemos “que es necesario orar siempre, sin desfallecer”, hoy nos garantiza la eficacia de esta oración como auténtico encuentro con el Dios verdadero que «nos justifica», nos redime, salva, reconstruye interiormente. Desde la palabra de Jesús, podemos ver la oración desde dentro, desde el lado de Dios. Así, el domingo pasado nos recordó que el Padre está pendiente de nosotros, que nos ama, que quiere que estemos con Él sin desfallecer y que no es Dios quien no escucha sino nosotros quienes no insistimos lo suficiente, quienes nos desanimamos y cansamos. Hoy nos hace ver quién es el que realmente conecta con la gracia y el amor de Dios: no quien se enaltece, quien hace ante Dios la lista de sus méritos, cualidades y buenas obras sino quien se «humilla», el humilde, aquél que se reconoce ante Dios sencillamente como quien es. Esto conecta con la primera bienaventuranza: «Dichosos los pobres, porque de ellos es el reino de Dios», en la versión de Lucas y que Mateo aclara afirmando que son bienaventurados los «pobres en el espíritu», los que saben y reconocen, vitalmente, que son pobres, cuál es su verdad ante Dios, la vida y los demás. La parábola de Jesús se dirige a «algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás» y muestra las diferentes actitudes de un publicano y un fariseo mientras oran como ejemplos típicos, y como siempre, un poco exagerados a fin de dejar un enseñanza clara a quienes escuchamos. Podemos ver que cada uno se muestra como es o cree ser y que hay una actitud, la del publicano, que sirve para que Dios le justifique, y otra que no, la del fariseo porque no reconoce su verdad y, encima, desprecia al otro en función de su pretendida «justicia». Jesús llama a esta actitud del publicano «humildad», en la línea de la pobreza evangélica, como la de quien conoce su realidad donde sabe que no puede ocultarla y busca así una relación personal con Dios porque sabe que necesita su perdón, diríamos que se «deja justificar» por Dios, juzgar y justificar por continuar la metáfora judicial. El fariseo, en cambio, se «justifica» a sí mismo, pone ante Dios, como un escudo, sus obras justas y tampoco es que mienta pero se engaña a sí mismo porque todo eso que hace no justifica porque él lo haga sino porque, haciéndolo, se abre de verdad a Dios cumpliendo su voluntad. Ahora, que el publicano salga de allí «justificado» no significa que Dios apruebe su vida tal como es, sino lo contrario: que lo ha perdonado porque ha reconocido su falta de justicia y que ahora espera su conversión, su cambio de vida, con la reparación de las víctimas incluida, si las hubiere, como en el caso de Zaqueo (cfr. Lc 19,1-9). Esta relación entre conocimiento propio es como el corazón de toda la tradición espiritual: el encuentro verdadero con Dios, la comunión progresiva con Él se basa en la humildad, en el «andar en verdad», según Santa Teresa; ella también decía que la humildad es la Dama del juego del ajedrez de la vida y el espíritu: es la que acaba conquistando el corazón del rey. También san Juan de la Cruz afirma que Dios puede actuar dentro de nosotros y cambiarnos de verdad gracias a que nos hacemos conscientes de nuestra miseria, pecado, etc. Esto sucede porque cuando el alma recibe «esta luz divina (…) con ella no puede ver el alma primero sino lo que tiene más cerca de sí, o por mejor decir, en sí, que son sus tinieblas y miserias, las cuales ve ya por la misericordia de Dios, y antes nos las veía, porque no daba en ella esta luz sobrenatural» (2N 13,10). Y por eso el publicano «bajó a casa justificado», porque reconoció su miseria y el perdón de Dios y la oportunidad parar vivir una vida nueva. Y es que en el camino de la vida y el espíritu es como una escala donde «el bajar es subir, y el subir es bajar», pues las «mismas comunicaciones que hace [Dios] al alma, que la levanta en Dios, la humillan en sí misma».