«No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos»

24 Feb 2024 | Evangelio Dominical

El segundo domingo de la Cuaresma la Palabra nos invita a contemplar y reflexionar acerca de la Transfiguración del Señor y de la alianza hecha con Abrahán. Son dos momentos muy especiales de revelación. La primera lectura nos mostraba el instante central de la alianza de amistad entre Dios y Abrahán que el texto define claramente como «ponerlo a prueba». Se ha dicho que las diversas alianzas descritas en la Escritura tratan de hacer cambiar y avanzar las ideas que nos hacemos sobre Dios, desde nuestra percepción y razonamiento, para abrirnos a Su verdadero rostro. Según esto, el texto reflejaría el intento de Abrahán de ofrecer a Dios su hijo siguiendo la mentalidad religiosa aprendida en su casa o en la tierra donde se encuentra y Dios le impidió hacerlo, mostrando algo muy importante de sí: que no exige, para nada, un sacrificio semejante y que el único hijo que sí morirá en su momento, será el suyo. Que el Dios verdadero es quien sufre y se sacrifica y no quien recibe, complacido, el sacrificio que el hombre le ofrece ya sea por agradecimiento, petición de intervención o puro miedo. No obstante, el texto habla claramente de que Abrahán es sometido a una prueba y que, desde luego, la supera y con creces. Ha recibido el mandato de ofrecer a quien ha recibido después de muchos años como cumplimiento de la promesa y lo hace sin dudar. Sin duda es ahí donde reside la verdadera revelación del rostro divino: cuando somos capaces de ponernos por completo en sus manos, hasta con lo que amamos más que a nosotros mismos. A menudo, entendemos la vida de fe como una especie de camino siempre «en progreso», excluyendo que, en la realidad, es una relación y como en toda relación, el mutuo conocimiento requiere «ser probado», esto, es solo se consolida mediante el roce en los encuentros y acontecimientos, Y aquí se trata de un momento excepcional y de un personaje también de excepción, por lo que la prueba está en consonancia con la misión encomendada a Abrahán, como padre de todos los creyentes. Jesús, en el Evangelio, para prevenir lo que se viene sobre sus discípulos, les dejó ver la profunda y directa conexión de su humanidad con Dios. Es un verdadero momento de revelación, una teofanía en el más puro estilo del Antiguo Testamento pero centrado en un hombre, no en fenómenos o manifestaciones trascendentales. En este hombre concreto se deja ver la luz, la verdad que es Dios. Y no es que refleje la luz o que la signifique, es que, literalmente, la encarna, porque la luz sale de dentro de Él, Él es esa luz, unida de modo inconfundible e indisoluble a ese hombre. Por lo demás, no falta nada: la nube que señala y oculta, al mismo tiempo, la presencia de Dios, la confusión de los testigos que dicen incoherencias, la interpretación de la tradición viva bíblica. Son Moisés y Elías, vencedores de la muerte por su especial relación con Dios y representantes de la Ley y los Profetas que corroboran que Jesús es la definitiva presencia de Dios en medio de los hombres y que, pese a lo que sucederá y que será un escándalo para los discípulos y para todo el pueblo, este hombre no solo vencerá a la muerte para sí mismo sino para todos nosotros. La revelación incluye, pues, el mayor de los misterios: la resurrección de Jesús, que no se puede entender aún pero que ya da sentido a todo lo que está sucediendo y tiene que suceder. En Él Dios no solo ha descendido para revelarse, ofrecer luz, perdón, consuelo, compañía, amistad en una humanidad como la nuestra sino que culminará esta obra de revelación y salvación atravesando la muerte para mostrar la fuerza de Dios que vuelve a la vida tras su entrega y es capaz de compartir este don y este regalo con todos nosotros. Como señalaron los Padres, el Hijo predilecto de Dios toma sobre sí nuestra carne como vestidura y la intercambia en nosotros por la suya, la vida para siempre, la plena comunión con el Padre.

Primera lectura: Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18

Segunda lectura: Romanos  8, 31b-34

Evangelio: Marcos 9, 2-10