El segundo domingo de la Cuaresma la Palabra nos invita a contemplar y reflexionar acerca de la Transfiguración del Señor y de la alianza hecha con Abrahán. Son dos momentos muy especiales de revelación. La primera lectura nos mostraba el instante central de la alianza de amistad entre Dios y Abrahán que el texto define claramente como «ponerlo a prueba». Se ha dicho que las diversas alianzas descritas en la Escritura tratan de hacer cambiar y avanzar las ideas que nos hacemos sobre Dios, desde nuestra percepción y razonamiento, para abrirnos a Su verdadero rostro. Según esto, el texto reflejaría el intento de Abrahán de ofrecer a Dios su hijo siguiendo la mentalidad religiosa aprendida en su casa o en la tierra donde se encuentra y Dios le impidió hacerlo, mostrando algo muy importante de sí: que no exige, para nada, un sacrificio semejante y que el único hijo que sí morirá en su momento, será el suyo. Que el Dios verdadero es quien sufre y se sacrifica y no quien recibe, complacido, el sacrificio que el hombre le ofrece ya sea por agradecimiento, petición de intervención o puro miedo. No obstante, el texto habla claramente de que Abrahán es sometido a una prueba y que, desde luego, la supera y con creces. Ha recibido el mandato de ofrecer a quien ha recibido después de muchos años como cumplimiento de la promesa y lo hace sin dudar. Sin duda es ahí donde reside la verdadera revelación del rostro divino: cuando somos capaces de ponernos por completo en sus manos, hasta con lo que amamos más que a nosotros mismos. A menudo, entendemos la vida de fe como una especie de camino siempre «en progreso», excluyendo que, en la realidad, es una relación y como en toda relación, el mutuo conocimiento requiere «ser probado», esto, es solo se consolida mediante el roce en los encuentros y acontecimientos, Y aquí se trata de un momento excepcional y de un personaje también de excepción, por lo que la prueba está en consonancia con la misión encomendada a Abrahán, como padre de todos los creyentes. Jesús, en el Evangelio, para prevenir lo que se viene sobre sus discípulos, les dejó ver la profunda y directa conexión de su humanidad con Dios. Es un verdadero momento de revelación, una teofanía en el más puro estilo del Antiguo Testamento pero centrado en un hombre, no en fenómenos o manifestaciones trascendentales. En este hombre concreto se deja ver la luz, la verdad que es Dios. Y no es que refleje la luz o que la signifique, es que, literalmente, la encarna, porque la luz sale de dentro de Él, Él es esa luz, unida de modo inconfundible e indisoluble a ese hombre. Por lo demás, no falta nada: la nube que señala y oculta, al mismo tiempo, la presencia de Dios, la confusión de los testigos que dicen incoherencias, la interpretación de la tradición viva bíblica. Son Moisés y Elías, vencedores de la muerte por su especial relación con Dios y representantes de la Ley y los Profetas que corroboran que Jesús es la definitiva presencia de Dios en medio de los hombres y que, pese a lo que sucederá y que será un escándalo para los discípulos y para todo el pueblo, este hombre no solo vencerá a la muerte para sí mismo sino para todos nosotros. La revelación incluye, pues, el mayor de los misterios: la resurrección de Jesús, que no se puede entender aún pero que ya da sentido a todo lo que está sucediendo y tiene que suceder. En Él Dios no solo ha descendido para revelarse, ofrecer luz, perdón, consuelo, compañía, amistad en una humanidad como la nuestra sino que culminará esta obra de revelación y salvación atravesando la muerte para mostrar la fuerza de Dios que vuelve a la vida tras su entrega y es capaz de compartir este don y este regalo con todos nosotros. Como señalaron los Padres, el Hijo predilecto de Dios toma sobre sí nuestra carne como vestidura y la intercambia en nosotros por la suya, la vida para siempre, la plena comunión con el Padre.
Primera lectura: Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18
En aquellos días, Dios puso a prueba a Abrahán, llamándole:
– «¡Abrahán!»
Él respondió:
– «Aquí me tienes.»
Dios le dijo:
–«Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, en uno de los montes que yo te indicaré.»
Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo:
– «¡Abrahán, Abrahán!»
Él contestó:
– «Aquí me tienes.»
El ángel le ordenó:
– «No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo.»
Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo.
El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo:
–«Juro por mí mismo –oráculo del Señor–: Por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas. Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.»
Segunda lectura: Romanos 8, 31b-34
Hermanos:
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?
El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún., resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros?
Evangelio: Marcos 9, 2-10
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:
–«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Ellas.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:
–«Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
–«No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».