Escuchamos la continuación del texto del domingo pasado, la memorable presentación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, el lugar «donde se había criado». Tras hacer la lectura, como único pero demoledor comentario proclamó que en ese día se había cumplido aquella Escritura precisamente expuesta. Allí ante sus ojos, en aquel lugar, en aquel hombre que tan bien conocían había comenzado a hacerse realidad la profecía de Isaías. Esto significaba que los presentes habían escuchado el efectivo anuncio de liberación y gracia que Jesús había proclamado y que se dedicaría a hacer verdad, como nos enseña el resto del Evangelio. Pero, precisamente, en aquel lugar y momento, sus ojos, en principio admirados, comenzaron también a hacerse preguntas. Jesús, el hijo de José, el niño y el joven que habían visto crecer, se había autoproclamado como profeta, y eso como mínimo. Pues también Isaías, el autor original de esas palabras, había sido un profeta y Jesús había afirmado que cumplía en aquel día la palabra anunciada hacia tanto tiempo. Jesús les saca de sus dudas haciendo efectivamente de profeta y mostrando que conoce sus dudas y lo que están a punto de decirle: si eso es cierto, actúa aquí como hemos oído que has obrado en Cafarnaúm, donde has hecho tantos prodigios y curaciones. Pero, a la vez, los desengaña: no puede ser lo mismo porque no me veis como profeta ni creéis mi anuncio. Os pesa el hecho de que creéis conocerme, que pensáis que sabéis quien soy, pero aquí hay mucho más. Jesús, en consecuencia, predice proféticamente que le van a rechazar y así lo hacen. Les echa en cara lo mismo que todos los profetas han reprochado a Israel: que Dios nunca ha encontrado una fe firme en ellos hasta el punto de no haber «podido» afectar su historia, sus vidas. Así les recuerda a eminentes paganos, como la viuda de Sarepta o Naamán el sirio, que al contemplar un prodigio, una acción divina en sus vidas han comprendido y aceptado a Quien la había hecho, a Dios que en persona estaba actuando para ser creído y aceptado y así poder seguir afectando, salvando. Les está diciendo que ponen obstáculos a la acción divina, que aunque rezan, estudian la Escritura, muestran reverencia y piedad, se quejan de que no son escuchados, ayunan y se lamentan pero que, en el fondo, no se abren a la acción de Dios cuando Él les envía al Profeta a fin de cumplir todas sus promesas. Algo parecido nos puede pasar a nosotros, que nuestra cercanía a la Palabra, a los Sacramentos, en realidad, nos aleje de su verdadera acción en nuestras vidas, especialmente porque consideremos que estos medios ordinarios de su Presencia solo son eso, costumbre, ritos y no lo que son realmente: la acción más cercana, verdadera y efectiva de la Gracia y el Amor de Dios que debe ser, siempre, acogida en fe, libertad y completa disponibilidad.
Primera lectura: Jer 1, 4-5. 17-19
EN los días de Josías, el Señor me dirigió la palabra:
«Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones.
Tú cíñete los lomos:
prepárate para decirles todo lo que yo te mande.
No les tengas miedo,
o seré yo quien te intimide.
Desde ahora te convierto en plaza fuerte,
en columna de hierro y muralla de bronce,
frente a todo el país:
frente a los reyes y príncipes de Judá,
frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra.
Lucharán contra ti, pero no te podrán,
porque yo estoy contigo para librarte
oráculo del Señor».
Segunda lectura: 1 Cor 12, 31 – 13, 13
HERMANOS:
Ambicionad los carismas mayores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente.
Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde.
Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada.
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría.
El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor no pasa nunca.
Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará.
Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; mas, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño.
Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios.
En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.
Evangelio: Lc 4, 21-30
EN aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Y decían:
«¿No es éste el hijo de José?».
Pero Jesús les dijo:
«Sin duda me diréis aquel refrán: Médico, cúrate a ti mismo, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.