Por textos como el de hoy, san Lucas ha sido llamado Evangelista de la oración. En diversas parábolas y relatos, Jesús enseña «que es necesario orar siempre, sin desfallecer». Al final del texto, se acaba identificando este orar sin desfallecer con la misma fe, columna de la vida creyente y cristiana. Por eso afirma que es esencial este «estar en la presencia de Dios por todos» (Edith Stein), que es el mismo corazón de la religión, de la misma relación con Dios que solo se puede sostener si somos capaces de orar siempre, sin desfallecer, a nivel personal y como comunidad. Es así –enseñan los místicos cristianos– cómo Dios puede volcar en cada uno y en la iglesia entera sus dones, que no desea más que poder compartir con todos. Como en Lc 11, 5-13, aquí se contrapone la disposición a escuchar de Dios no ya con la de un amigo solicitado a una hora inconveniente sino con un juez injusto que no hace caso de nada ni tiene respecto a nadie («que ni temía a Dios ni le importaban lo hombres»). Se introduce así, además del tema de la benevolencia divina, esencial, aunque a veces no seamos capaces de percibirla, con el de la justicia: ¿nos escucha Dios o no? ¿está dispuesto no a darnos algo para que vayamos tirando o salir de un aprieto o está atento a hacer justicia, esto es, a restablecer el equilibrio de nuestra vida y sociedad? En primer lugar se nos recuerda la importancia máxima de la oración, que es la relación elemental con el Dios verdadero y si se pierde, o se deja, nos desligamos, en la práctica, completamente de Dios. Habría mucho que decir sobre la relación con Dios, que es constitutiva, esencial (cfr. Cántico B de San Juan de la Cruz, 11, nn.3 y siguientes), con ella «les da la vida y el ser» y si a alguien le faltase «se aniquilaría y dejaría de ser»; también puede ser «por gracia, en la cual mora Dios en el alma agradado y satisfecho»; ésta no la tienen todos «porque los que caen en pecado mortal la pierden». Hay, luego, una tercera, cuando va adelante el proceso espiritual, el camino cristiano «por afección espiritual» que conduce a la meta de esta relación y la vida de fe que es «la unión de amor con Dios». Es decir, que el Dios verdadero, el que nos creó, nos redimió y quiere compartir su misma vida con nosotros, siempre está ahí pero no se impone ni nos obliga. Tenemos que ser cada uno quienes queramos también estar con Él. Está siempre presente y somos nosotros quienes tenemos que hacernos presentes a Él, hacerle espacio y lugar concreto en nuestra vida mediante la relación más básica que es orar, que es directamente estar con Él, y «muchas veces» y «a solas» (Teresa de Jesús) o, dicho de otra manera, «un impulso del corazón», una «sencilla mirada lanzada hacia el cielo» o un «grito de reconocimiento y de amor» (Teresa de Lisieux). En fin, siempre es una relación constante, sostenida, consciente, real, histórica, que ocupa tiempo y lugar en la vida humana y es así como, misteriosamente como Dios actúa, va haciendo realidad en nosotros sus promesas, nos va dando todos los dones que siempre había querido darnos, desde que nos creó. Pues la fe no es como la ideología, que una vez que se siempre y se acepta de cualquier modo (miedo, ignorancia, presión, propaganda) ahí se queda. La fe es libre y por eso hay que «practicarla» cada día, cada momento si puede ser (la regla carmelitana pide «orar día y noche» (en realidad, «meditar día y noche la ley del Señor») porque cuanto más contacto, más relación, más ésta se estrecha y más lo notamos en el real cambio interior que se produce en nosotros (san Juan de la Cruz lo describe muy gráficamente en la «noche oscura», hablando de cómo la «contemplación oscura» que no es sino la fe actuando libremente, nos va curando y transformando para hacernos capaces de recibir cada vez más de Dios). El Señor, pues, nos escucha y siempre y nos hace justicia, ¡cómo no lo haría, entonces no sería el Dios verdadero! pero el problema es siempre la fe. Jesús se pregunta, al final, si cuando vuelva, al final de todo, se encontrará alguien con fe, es decir, alguien esperándole. Si queremos algo de Dios, en vez de quejarnos, pongámonos, de verdad, a orar, un día y otro; sin duda que notaremos la diferencia.


