«Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra»

23 Dic 2023 | Evangelio Dominical

Terminamos este Adviento en la misma mañana de la Nochebuena, la víspera misma de la Navidad, escuchando estos textos que nos recuerdan cómo, concretamente, el Dios Todopoderoso puso su morada entre nosotros, cumpliendo su promesa principal. Lo decía la primera lectura: no será David, el gran rey, quien, agradecido y consciente del Don recibido, le construya una casa al Señor. No, será Él mismo quien construya y sostenga la casa de David hasta el momento preciso de la historia en que de la familia de David pueda venir Aquél que reinará para siempre. Ahora sabemos que esto significaba en realidad la profecía de Natán: que la casa de David, su descendencia, se tenía que mantener para convertirse en el verdadero Templo, el auténtico Lugar del encuentro, para siempre entre el hombre y Dios. Así, lo que reviviremos a partir de esta tarde y noche se inició –como principio del fin– como nos contaba el Evangelio, ese relato inmortal de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de la más humilde, esto es, verdadera, de las mujeres. No se nos dice de ella más que su nombre, María, y que vivía en Nazaret, en plena Galilea, tierra de frontera entre judaísmo y paganismo. Su nombre mismo sugiere, así como el José y el resto de los parientes mencionados más tarde, su pertenencia a un «resto» fiel de judíos de corazón que confiaban plenamente en la realidad de las promesas de Dios. Además, pertenece, por desposorio y futuro matrimonio, a la estirpe de David. La descripción de su encuentro único con el ángel es muy significativo: el inaudito saludo que el ser divino le dirige a esta sencilla muchacha da ya muchísimo que pensar: ella es la «llena completamente de la gracia», la bendecida entre todas las mujeres, que puede estar cierta de la compañía del Señor. Se trata de un diálogo en palabras, en la fe, no de una visión, pues no se dicen nada. María solo escucha y responde y, en el momento adecuado, acoge y acepta la Palabra y todo lo que ella significa. Pero también pregunta. Su aceptación no es ciega ni irracional, sino todo lo contrario. Ella confiesa lo que le inquieta y no entiende y tras escuchar la justificación del ángel, es cuando responde plenamente. Es curioso porque poco antes en el relato evangélico, Zacarías también pregunta ‘qué garantía me das de esto’ (Lc 1,18) y recibe una buena «bronca» en respuesta. Gabriel, el arcángel, se lo «toma mal» y Zacarías sale mudo de la entrevista «por no haber creído» sus palabras, «que se cumplirán a su debido tiempo». La pregunta de María no implica desconfianza sino que indaga en el misterio pues su aceptación no es «fideísta» sino plenamente humana, mostrándonos, desde su raíz, qué es de verdad creer. María acepta la mayor, una vez que el arcángel le expone cómo se llevará a cabo el misterio: «el Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo se cubrirá con su sombra» y así quien nacerá será el Hijo de Dios. No se puede decir más con menos palabras ni tampoco hacer: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra». María también cree, solo porque la Palabra que le merece todo crédito, se lo dice, que algo parecido y en paralelo le ha sucedido a su pariente Isabel. Una concepción ilumina la otra. La de su prima es la última concepción milagrosa del Antiguo Testamento pero la suya es la primera de los nuevos tiempos, de cómo se cumple la promesa de Dios. María es Virgen y por eso el concebido viene directa y solamente de Dios. Su sí, su aceptación es la más radical, la que reconstruye no solo la historia de la salvación, sino la entera historia de la humanidad. Se trata de un nuevo comienzo, el verdadero, el esencial, en el cual se nos invita a participar a partir de esta tarde y noche. El Hijo de Dios, presencia personal suya en la historia y nuestra vidas, nacerá por fin iniciando la redención y restauración de cuanto fue creado, comenzando por cada uno de nosotros.

Primera lectura: 2Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16

Segunda lectura: Romanos 16, 25-27

Evangelio: Lucas 1, 26-38