Terminamos este Adviento en la misma mañana de la Nochebuena, la víspera misma de la Navidad, escuchando estos textos que nos recuerdan cómo, concretamente, el Dios Todopoderoso puso su morada entre nosotros, cumpliendo su promesa principal. Lo decía la primera lectura: no será David, el gran rey, quien, agradecido y consciente del Don recibido, le construya una casa al Señor. No, será Él mismo quien construya y sostenga la casa de David hasta el momento preciso de la historia en que de la familia de David pueda venir Aquél que reinará para siempre. Ahora sabemos que esto significaba en realidad la profecía de Natán: que la casa de David, su descendencia, se tenía que mantener para convertirse en el verdadero Templo, el auténtico Lugar del encuentro, para siempre entre el hombre y Dios. Así, lo que reviviremos a partir de esta tarde y noche se inició –como principio del fin– como nos contaba el Evangelio, ese relato inmortal de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de la más humilde, esto es, verdadera, de las mujeres. No se nos dice de ella más que su nombre, María, y que vivía en Nazaret, en plena Galilea, tierra de frontera entre judaísmo y paganismo. Su nombre mismo sugiere, así como el José y el resto de los parientes mencionados más tarde, su pertenencia a un «resto» fiel de judíos de corazón que confiaban plenamente en la realidad de las promesas de Dios. Además, pertenece, por desposorio y futuro matrimonio, a la estirpe de David. La descripción de su encuentro único con el ángel es muy significativo: el inaudito saludo que el ser divino le dirige a esta sencilla muchacha da ya muchísimo que pensar: ella es la «llena completamente de la gracia», la bendecida entre todas las mujeres, que puede estar cierta de la compañía del Señor. Se trata de un diálogo en palabras, en la fe, no de una visión, pues no se dicen nada. María solo escucha y responde y, en el momento adecuado, acoge y acepta la Palabra y todo lo que ella significa. Pero también pregunta. Su aceptación no es ciega ni irracional, sino todo lo contrario. Ella confiesa lo que le inquieta y no entiende y tras escuchar la justificación del ángel, es cuando responde plenamente. Es curioso porque poco antes en el relato evangélico, Zacarías también pregunta ‘qué garantía me das de esto’ (Lc 1,18) y recibe una buena «bronca» en respuesta. Gabriel, el arcángel, se lo «toma mal» y Zacarías sale mudo de la entrevista «por no haber creído» sus palabras, «que se cumplirán a su debido tiempo». La pregunta de María no implica desconfianza sino que indaga en el misterio pues su aceptación no es «fideísta» sino plenamente humana, mostrándonos, desde su raíz, qué es de verdad creer. María acepta la mayor, una vez que el arcángel le expone cómo se llevará a cabo el misterio: «el Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo se cubrirá con su sombra» y así quien nacerá será el Hijo de Dios. No se puede decir más con menos palabras ni tampoco hacer: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra». María también cree, solo porque la Palabra que le merece todo crédito, se lo dice, que algo parecido y en paralelo le ha sucedido a su pariente Isabel. Una concepción ilumina la otra. La de su prima es la última concepción milagrosa del Antiguo Testamento pero la suya es la primera de los nuevos tiempos, de cómo se cumple la promesa de Dios. María es Virgen y por eso el concebido viene directa y solamente de Dios. Su sí, su aceptación es la más radical, la que reconstruye no solo la historia de la salvación, sino la entera historia de la humanidad. Se trata de un nuevo comienzo, el verdadero, el esencial, en el cual se nos invita a participar a partir de esta tarde y noche. El Hijo de Dios, presencia personal suya en la historia y nuestra vidas, nacerá por fin iniciando la redención y restauración de cuanto fue creado, comenzando por cada uno de nosotros.
Primera lectura: 2Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16
Cuando el rey David se estableció en su palacio, y el Señor le dio la paz con todos los enemigos que le rodeaban, el rey dijo al profeta Natán:
– «Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor vive en una tienda.»
Natán respondió al rey:
– «Ve y haz cuanto piensas, pues el Señor está contigo.»
Pero aquella noche recibió Natán la siguiente palabra del Señor:
– «Ve y dile a mi siervo David: «Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?
Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel.
Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido, y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre.»»
Segunda lectura: Romanos 16, 25-27
Hermanos:
Al que puede fortaleceros según el Evangelio que yo proclamo, predicando a Cristo Jesús, revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en los escritos proféticos, dado a conocer por decreto del Dios eterno, para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe al Dios, único sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Evangelio: Lucas 1, 26-38
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo:
– «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú eres entre las mujeres.»
Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo:
– «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.»
Y María dijo al ángel
– «¿Cómo será eso pues no conozco a varón?»
El ángel le contestó:
– «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios.
Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.»
María contestó:
– «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.»
Y la dejó el ángel.