En Pascua revivimos de modo especial, en primer plano diríamos, lo que es el corazón mismo de la fe cristiana. Y que Dios, en la Pascua, lo hizo todo nuevo. Resucitando a Jesús, recreó a la humanidad, hizo realidad todas sus promesas que ahora, todo lo que tenemos que hacer es hacer nuestra esta realidad por la fe vivida en plena consciencia y consecuencia, en el amor y servicio a los demás, como Jesús enseñó. Esta es la realidad y también el mensaje (primera lectura): lo escrito en la Ley y los profetas se ha llevado a la práctica en Jesús y esta obra decisiva de Dios, como la otras, ha sido rechazada por sus principales destinatarios. Sigue siendo, eso sí, y siempre, hasta el fin de los tiempos, invitación a la conversión, a caer en la cuenta, a abrirse a esta última y definitiva obra de Dios. Los apóstoles nos recuerdan a todos, empezando por el Israel histórico que expulsó al Hijo de la viña y lo mató, que la mano de Dios sigue tendida. Que esta muerte es el perdón de todos los pecados, los suyos y los nuestros, y que convirtiéndonos, todos, nos incorporamos al nuevo pueblo de Dios, corazón de la nueva creación. Y el corazón de todo este anuncio se manifiesta en los encuentros de Jesús, vivo para siempre, con los suyos. Con los que Él eligió en su vida terrena y vuelve a elegir ahora; los buscó, los encontró, los volvió a convencer de la gran noticia de la resurrección, aun más difícil de creer que el resto de su mensaje por su novedad. Tenemos que pensar siempre en la gran diferencia de estos encuentros históricos (aunque trascendentes porque suceden con Cristo Resucitado) son muy diferentes de los que sucedieron tras la Ascensión, empezando por san Pablo, por ejemplo, y siguiendo por tantas experiencias místicas de santos y de tantos, incluyéndonos nosotros mismos. Desde la Ascensión, Jesús está presente por el Espíritu Santo, de modo sacramental actúa en la Iglesia, especialmente en los Siete Sacramentos pero en aquellos días especiales los apóstoles y demás testigos elegidos pudieron ver y hasta tocar el cuerpo resucitado de Cristo. Siempre que entra en medio de los suyos, les desea la Paz, que significa el perdón y la reconciliación con aquéllos que le han fallado y abandonado. Jesús les recuerda que dio su vida por ellos, que les perdona y restituye en su dignidad de discípulos y que cuenta con ellos para hacerlos testigos de cómo se han hecho realidad lo anunciado por el mismo Dios en la Ley y los profetas. También así se entiende que al principio no les reconocen o dudan o temen pero Jesús les muestra con su infinita paciencia y misericordia cómo es todo verdad, que Él vive y vivirá para siempre, Él es la eterna novedad, nunca mejor dicho. En la fe en Jesús, en la vivencia cristiana participamos de la única verdadera realidad nueva desde la creación, de lo que Dios ha ha hecho y rehecho, que es abrirnos para siempre el camino a la vida y la resurrección. Lo nuevo no es la revolución política o social que tiene que imponer por la fuerza sus supuestas bondades, el «progreso» que degrada y deshumaniza sino el mensaje de Cristo, muerto y resucitado para dar y devolver la vida.
Primera lectura: Hechos de los apóstoles 3, 13-15. 17-19
En aquellos días, Pedro dijo a la gente:
– «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y rechazasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo.
Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos.
Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, y vuestras autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer.
Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.»
Segunda lectura: 1Juan 2, 1-5a
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis.
Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo.
Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.
En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él.
Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él.
Evangelio: Lucas 24, 35-48
En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice:
– «Paz a vosotros.»
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo:
– «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:
– «¿Tenéis ahí algo que comer?»
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo:
– «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió:
–«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»