La Palabra de Dios nos insiste hoy en una de las realidades siempre presentes no solo en la Cuaresma sino en toda nuestra vida cristiana: la necesidad de convertirnos, de «hacer penitencia», según se tradujo esta palabra en nuestra cultura latina y occidental. Se trata de cambiar de vida, de valorar cada día cuál es nuestro camino y de redirigirnos a nuestro fin y meta que es poder compartir la misma vida de Dios, cada vez que nos desviamos ya sea por razones vitales o ideológicas. Todos necesitamos esta conversión o penitencia, como claramente lo afirmaba Jesús: «si no os convertís todos pereceréis lo mismo». Convertirnos permite a Dios actuar en nosotros pues es Él quien repara o restaura la comunión que hemos perdido a través del mismo Jesús, de su presencia, ejemplo, amistad y gracia. Nuestra percepción instintiva es como la de los que discutían con Jesús en el Evangelio: lo que nos sucede, o mejor, lo que sucede a los otros, lo juzgamos como premio o castigo de los pecados que nos va comunica el acierto o no en la vida, pero no es cierto. Dios interviene en nuestra vida pero no así, sin palabras, sin razón, sin advertencias: la relación con Él es personal. En Jesús nos instruye y sostiene, nos indica claramente la dirección que debemos tomar, que es el amor y el servicio a los demás en la conciencia de que hemos sido amados y perdonados primero. Así nos lo recordaba la primera lectura: un paso más en la Alianza, respecto de Abrahán es este revelación del «nombre divino» a Moisés. Dios, así, se manifiesta presente y perfectamente consciente de la situación de aquellos a quienes llama «su pueblo». Dios es fiel, Él busca la comunión de vida y son solamente los frutos que obtenemos de nuestro actuar consciente y sostenido los que nos pueden orientar del grado de comunión que vamos alcanzando. Él actúa, efectivamente, mediante Moisés entonces, mediante Jesús ahora, para liberarnos de la esclavitud a la que nos someten o nos hemos sometido nosotros. Por nuestra parte, a lo más podemos intuir si «tenemos fe», esto es, si la presencia divina incide en nuestra vida, pero de ningún modo podemos «ver» la fe de los otros, si no es por estos frutos que va dando. Perecer sin sentido, malgastar nuestra vida es perfectamente posible para todos. pues el Señor nos ha hecho verdaderamente libres y sostiene esta libertad. Es nuestra decisión si hacemos un tiempo inútil de la existencia o no, o si estamos ocupando un «espacio» solamente y nadie le importa, como esa higuera a la que se refería Jesús y el problema es que ahí y así no podemos quedarnos para siempre. Dios está siempre dispuesto a «esperar otro año» pero estos años a nosotros se nos van acabando, son limitados. Hay un momento y una ocasión para todo y este es para la conversión, para orientar decididamente nuestra vida hacia donde sabemos que tenemos que ir y por donde podemos hacerlo con seguridad: siguiendo los pasos que Jesús ha ido dando por delante nuestro, contando siempre con su ayuda para sostenernos en ese verdadero camino de liberación, el único que lleva a la vida que no se acaba.
Primera lectura: Éx 3, 1-8a. 13-15
EN aquellos días, Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, la montaña de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse.
Moisés se dijo:
«Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver por qué no se quema la zarza».
Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza:
«Moisés, Moisés».
Respondió él:
«Aquí estoy».
Dijo Dios:
«No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado».
Y añadió:
«Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob».
Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios.
El Señor le dijo:
«He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos.
He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel».
Moisés replicó a Dios:
«Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”. Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les respondo?».
Dios dijo a Moisés:
«“Yo soy el que Soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros».
Dios añadió:
«Esto dirás a los hijos de Israel: “El Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Éste es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación”».
Segunda lectura: 1 Cor 10, 1-6. 10-12
NO quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.
Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Y para que no murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador.
Todo esto les sucedía alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se crea seguro, cuídese de no caer.
Evangelio: Lc 13, 1-9
EN aquel tiempo se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús respondió:
«¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo.
O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
Y les dijo esta parábola:
«Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
“Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”.
Pero el viñador respondió:
“Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”».