La Encarnación del Hijo de Dios es el corazón de la fe cristiana, que revivimos en Navidad. Significa la irrupción de Dios mismo, en persona, en nuestra historia y nuestra vida, esto es, en la realidad. Y se redefine la relación entre lo sobrenatural, que viene de arriba, del Dios creador y autor de la existencia, y lo natural, su creación, empezando por los hombres, que somos la cima de ella. El Hijo de Dios se une al hombre en Cristo con todas sus consecuencias. Es una nueva creación, la redefinición de los términos de la primera porque esto solo es el principio. El paso siguiente, la primera consecuencia, es lo que celebramos hoy: la Sagrada Familia. La reunión del Hijo de Dios con su pueblo se extiende a su familia, aunque, en realidad, ya había comenzado por ella, gracias a ella. Su naturaleza humana ha sido creada en el seno de una mujer, María, aunque lo ha sido directamente por el Espíritu Santo («descenderá sobre ti y el poder de Dios te cubrirá con su sombra») y José, su esposo, aceptó también formar parte de esta aventura, la más grande jamás vivida por ninguna pareja. Ambos, pues, aceptaron libremente el Don de Dios y sus consecuencias y así consiguieron que su familia, tan similar a tantas, fuera la primera «salvada», restaurada, redimida. Esto significa la vuelta al Orden de la creación (primera lectura), pues la salvación no es revuelta ni revolución sino reordenación pero no como simple retorno al pasado o a como se hacían las cosas hace no sé sabe cuanto sino como sanación de raíz, podríamos decir. Desde su misma base, raíz humana, Dios, al unirse a su criatura, reconstruye la misma base de lo creado, precisamente donde se había roto a causa del «no» del hombre y la mujer a vivir según el orden divino. Lo dicho nos puede sonar extraño en medio de un mundo que «vende» precisamente lo contrario: que el camino a la felicidad es el desorden, la insumisión a cualquier regla, la posibilidad de autodeterminarnos al margen de cualquier dependencia. Pues hoy se nos recuerda que la realidad no es así, que no es posible no ya felicidad sino la misma vida sin este Orden. Ahora, se trata del Orden establecido por Dios no el de los hombres, que sí es mudable y siempre mejorable (justamente para adaptarse al que viene de arriba). Por eso, vivir cristianamente en familia es la mejor y mayor garantía de respetar el orden divino, de respetar y hacer honor a nuestro origen y de caminar decididamente a nuestra meta. Desde ahí, desde esta familia, como narraba el Evangelio, Dios irá recreándolo todo o, al menos, proponiendo bases firmes para esta recreación. Se nos narraba la presentación de Jesús en el Templo para su «rescate» según la Ley: cada primogénito pertenecía a Dios, desde la intervención divina en Egipto para liberar a su pueblo, y debía ser intercambiado por un sacrificio, que en el caso de los pobres como María y José, se trataba de «un par de tórtolas o dos pichones». Jesús Niño es reconocido por Simeón y por Ana como Aquél que tenía que venir a cumplir las promesas de Dios, sin ocultar que también será «signo de contradicción» y motivo de sufrimiento para sus padres. Sin duda que la restauración, la sanación de la entera creación no se iba a realizar solo con palabras o buenas intenciones, por decreto. Precisará que el Renovador entregue la propia vida pero todo lo que toca y las personas, situaciones, instituciones, como la familia, que lo aceptan, donde se hace presente, quedan transformadas. También se nos dice que esta Familia es ahora el nuevo Templo porque recoge, protege en su interior la verdadera presencia de Dios en su Hijo encarnado.
Primera lectura: Eclesiástico 3, 2-6.12-14
Dios hace al padre más respetable que a los hijos
y afirma la autoridad de la madre sobre su prole.
El que honra a su padre expía sus pecados,
el que respeta a su madre acumula tesoros;
el que honra a su padre se alegrará de sus hijos
y, cuando rece, será escuchado;
el que respeta a su padre tendrá larga vida,
al que honra a su madre el Señor lo escucha.
Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre,
no lo abandones mientras vivas;
aunque chochee, ten indulgencia,
no lo abochornes mientras vivas.
La limosna del padre no se olvidará,
será tenida en cuenta para pagar tus pecados.
Segunda lectura: Colosenses 3, 12-21
Hermanos:
Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión.
Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro.
El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada.
Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo.
Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente.
Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados.
Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.
Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Evangelio: Lucas 2, 22-40
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
–«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:
– «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.