El Evangelio de Jesús sigue llamándonos a la conversión, esto es, el cambio continuo que impulsa y sostiene la gracia y el convencimiento de nuestra voluntad («me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se hacen fuerza para servirle», como decía Santa Teresa). Se trata de lo más complicado: cómo actúa, porque lo hace y su efectividad, pues es un dato de fe, la gracia divina en nuestras vidas. De la mano de los Santos del Carmelo, personas de experiencia y de ciencia, nos respondemos que la iniciativa siempre viene del Señor, como también dice la Escritura. Así la primera lectura: Dios aparece inesperadamente en la vida de un hombre concreto, el caldeo Abrahán, y le pide que salga de su tierra y de las coordenadas de su vida entera hacia donde él no sabe, una tierra misteriosa todavía, que Quien le llama le mostrará. Y esto con el fin de dirigirlo hacia la meta de su propia vida, la misma que hasta ahora no veía como conseguir: tener una descendencia (Dios le ofrece un pueblo entero, esto es, una eternidad) y la tierra misma, un lugar que pueda llamar suyo, esto es, donde pueda vivir en paz con aquellos con quienes construye su vida. Y todo ello se envuelve en una misteriosa «bendición» para él y los suyos y para toda la humanidad. Ante esta llamada, la única respuesta tiene que ser la que Abrahán da: ponerse efectivamente en marcha. Esta marcha de Abrahán, que se prologará durante largos años, es un verdadero camino vital en la fe y una imagen clara de la conversión y cambio que se nos pide a los cristianos. Durante este camino, el creyente no está solo, aunque a veces lo parezca. En las peripecias de la vida, alegrías, esfuerzos, sufrimientos y pesares, el creyente no estará solo pero, sobre todo, irá recibiendo ya, de alguna manera, constancia del cumplimiento de estas promesas. Todos los caminos espirituales, también el de Teresa y Juan de la Cruz, se apoyan en estas realidades: la presencia y compañía de Dios, en la fe, y la experiencia humana y creyente de ir creciendo interiormente para disponerse a recibir todos estos bienes y dones. Cristo es, como hemos dicho, quien ha venido (y se ha quedado) para cumplir definitivamente todas las promesas divinas y está decidido a completar este camino cueste lo que cueste y contra toda tentación, como vimos. Se trata hoy entonces de que Jesús motive desde dentro nuestro camino de cambio y espera, como hizo con sus discípulos en la vida histórica. Como ni siquiera entendían lo que se les venía encima, Jesús se lo quiso mostrar todo de un solo golpe de vista. Así subió a aquella montaña con los tres más cercanos a su corazón o que más tendrían que soportar el peso de la fe y la paciencia. Frente a ellos, dice el texto, «se transfiguró» (fue transfigurado, en realidad), esto es, les dejó ver o entrever su realidad más profunda, la que solo se iba a revelar y manifestar en la muerte y resurrección. En nuestro mundo, esto se manifiesta como luz blanquísima en sus vestidos y como el mismo sol en su rostro. Se trata de una teofanía divina porque la realidad profunda de Jesús señala directamente a Dios y por eso, aunque no se entienda la razón o la oportunidad, los discípulos vienen a saber que todo que sucede y sucederá tendrá que ver con lo que Dios quiere y Dios obra por medio de este Hombre, a quien Dios mismo proclama que es su Hijo amado, predilecto y llama a todos los testigos y a nosotros a escucharle. Lo visto y dicho se ratifica (y entiende) con la presencia de Moisés y Elías, hablando de tu a tu con Jesús acerca de todo lo que va a suceder. Su misma presencia anticipa el resultado, cómo Dios no falla y no deja en la muerte a aquellos que les son fieles hasta el final. Todo concluye cuando Jesús les toca para tranquilizarles, como se hace en las teofanías. Pero ni ellos ni nosotros entenderán, entendemos, hasta que no contemplemos este final, hasta que venga la pascua, la resurrección. Pero hoy se nos recuerda que este final está ya implícito, actuando, en el corazón mismo de nuestro camino: así nos lo transfigura la palabra y, sobre todo, nos lo hace muy cercano y presente la Eucaristía.
Primera lectura: Génesis 12, 1-4a
En aquellos días, el Señor dijo a Abrán:
–«Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré.
Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición.
Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo.»
Abrán marchó, como le había dicho el Señor.
Segunda lectura: 2Timoteo 1,8b-10
Querido hermano:
Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios.
Él nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y saco a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio.
Evangelio: Mateo 17, 1–9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
–«Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
–«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
–«Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
–«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»