Durante toda esta semana, la Octava de la Pascua, hemos estado recordando y celebrando los hermosos relatos que testimonian los encuentros de Jesús con los suyos. En ellos se reconoce una progresión: de las mujeres, siempre las primeras, que visitan el sepulcro y comprueban que el cuerpo de Jesús no está, pasando por los discípulos que acuden a ver y constatar que Jesús no ha desaparecido sino que ya no está allí, entre los muertos, sino que vive. En estos primeros encuentros no lo «ven» (Él no se deja ver) pues es necesaria la fe o una sospecha positiva de que lo increíble, aunque anunciado por Él, ha sucedido. Quien persevera, como María Magdalena, en su búsqueda de amor por Cristo, lo acaba encontrando y lo mismo, una vez más en primer lugar, las demás mujeres. Por fin, y es a donde hemos llegado ahora, Jesús «se deja ver», se muestra en medio de su comunidad y además lo hace o bien en el mismo día de la Resurrección (el primer domingo) u ocho días después, también en domingo, entonces. Desde el mismo comienzo, el hecho de ver y encontrar a Jesús se relaciona con el Día en que su comunidad celebra la Fracción del Pan, la Eucaristía, precisamente como nosotros hacemos. Cuando lo hace, como en el Evangelio de hoy, se deja ver en medio de ellos, aunque estén con las puertas cerradas, y les saluda como nunca había hecho en vida: ¡paz a vosotros! Para Jesús, solo ahora ha llegado la verdadera paz, una vez que ha atravesado la Pasión y la muerte, se puede reconciliar con ellos. No hay que perder de vista que los discípulos, en su inmensa mayoría, le habían abandonado y subraya así que es Él, resucitado, quien les ha reunido de nuevo para un nuevo y verdadero comienzo. Es en este encuentro con Jesús vivo, en la comunidad que acoge sus palabras de perdón y reconciliación y acepta el envío que les hace para continuar su Misión, la que Él recibió del Padre. Y no los envía con las manos vacías, sino que les entrega la misma fuerza y vida del Espíritu Santo, que le guía y mueve a Él. Se nos recuerda así dónde está el Misterio mismo de Cristo Vivo y cómo encontrarlo para vivir como verdaderos cristianos. La Misión nace de ahí, del encuentro con Él, de la experiencia de recibir su perdón y el Espíritu Santo en la Iglesia. Como cristianos, no conservamos recuerdos e ideas, hermosas teorías y recuerdos sino al mismo Cristo, Dios y Hombre, que atravesó la Pasión y la muerte para resucitar y para vencer nuestra muerte y poder compartirnos la misma vida de Dios. La segunda parte del relato también nos recordaba cómo de verdad y de real es todo esto: Jesús se esforzó al máximo con los testigos que había elegido, los que tenían que «ver» para que nosotros después podamos acoger y creer su testimonio. Tomás no acaba de entrar, de creer y Jesús le muestra, hasta le «deja tocar» su cuerpo resucitado, constatar que el Verbo de Dios está realmente presente en Jesús, desde la Encarnación, y más aun y más constatable desde la Resurrección. Y cuando Tomás puede introducir sus dedos en las heridas glorificadas de Cristo, no tiene más remedio que reconocer que es el Señor y Dios mismo, vivo, presente entre ellos. Realmente, hay mucho más aquí de lo que aparece a primera vista: se puede encontrar a Cristo en tantas personas heridas que son acompañadas por Él, en el sufrimiento que Él quiere transformar en encuentro con el Dios que se ha hecho presente para perdonar, curar y dar vida. En fin, que hoy y cada domingo, celebramos y nos encontramos con Cristo que vive en su Palabra y, sobre todo, en el Misterio de su Cuerpo y su Sangre que nos permite revivir su entrega, su muerte y su Resurrección. Ahí nos fortalece pero es preciso, como Tomás, que reconozcamos, de verdad, su Presencia, su Divinidad, que no rebajemos el misterio considerándolo un mero recuerdo o un símbolo en el sentido incorrecto de la expresión. Que no perdamos nunca y que recuperemos la conciencia de cómo Jesús aparece vivo en la celebración y se une a cada una de nuestras vidas.
Primera lectura: Hch 5, 12-16
Crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor.
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles.
POR mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo.
Todos se reunían con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor.
La gente sacaba los enfermos a las plazas, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno.
Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados.
Segunda lectura: Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19
YO, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverancia en Jesús, estaba desterrado en la isla llamada Patmos a causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús.
El día del Señor fui arrebatado en espíritu y escuché detrás de mí una voz potente como de trompeta que decía:
«Lo que estás viendo, escríbelo en un libro y envíalo a las siete iglesias».
Me volví para ver la voz que hablaba conmigo, y, vuelto, vi siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros como un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, y ceñido el pecho con un cinturón de oro.
Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Pero él puso su mano derecha sobre mí, diciéndome:
«No temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que estás viendo: lo que es y lo que ha de suceder después de esto».
Evangelio: Jn 20, 19-31
AL anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.