El primer domingo de Cuaresma siempre se dedica a reflexionar sobre el hecho de la tentación. Ser hombre, vivir una vida humana, significa ser tentado, es decir, tener que elegir el propio camino y no da igual qué y cómo se elija pues de esta elección depende nuestro camino en la vida, nuestra felicidad aquí y nuestro destino futuro. La fe cristiana, precisamente, desde el reconocimiento de que también Jesús fue tentado, nos ilumina este camino y esta elección y, por supuesto, nos ayuda y sostiene en esta lucha que es la vida humana y cristiana. La primer lectura nos recordaba el cuadro para entender todo esto: se trata de la Alianza que pacta Dios con los hombres, con todos, a través de Noé y sus hijos, tras el diluvio. Este diluvio testimonia el fracaso del primer plan divino sobre la creación. El mal humano llega a tal extremo que «Dios se arrepiente» de lo que ha hecho e intenta un reinicio pero que no hace más que sentar las bases de la historia de la salvación. El camino es un «pacto»: el poder de Dios nunca se empleará para destruir sino para motivar y apoyar el camino de los hombres, para incitarles y empujarles a vivir según los mandamientos de la ley natural, en este caso, y después de la Ley revelada, para terminar con la Ley evangélica. Así pues, la tentación es la manifestación de estas verdades: la luz de Dios que marca el camino y la voluntad humana que se tiene que someter a ella para encontrar y seguir el esfuerzo hasta su meta. En la tentación, la vida nos pone a prueba, nos desengaña de falsas ideas e ilusiones, pues tras ellas está el tentador que no quiere sino nuestra ruina, que acabemos en el desastre. Luchar con la tentación y vencer, significa crecer y avanzar en la vida de fe, asentar en verdad sus principios en nuestra vida. El Evangelio es de lo más escueto a la hora de mostrarnos que Jesús fue tentado. Se nos dice que fue conducido al desierto por el Espíritu, pues es Él quien guía a Cristo cada uno de los días de su vida. Y que estuvo allí cuarenta días, dejándose tentar por Satanás. Si pudo ser tentado, lo fue en función de su humanidad, como cada uno de nosotros. Se presupone el ayuno también porque en el desierto hay pocos medios de subsistencia. Y se nos dan dos detalles más: que estaba entre alimañas pero que los ángeles le servían. Al evangelista Marcos no le viene detallarnos más, como hacen los otros, sino que nos hace ver a Jesús como un nuevo Adán en ese desierto que es, en realidad, en lo que ha quedado el paraíso. Este mundo hermoso creado por Dios como «palacio para la esposa» (Juan de la Cruz) lo hemos convertido en un desierto poblado de alimañas («soledad poblada de aullidos» como dice el profeta Isaías) pero incluso en ese ambiente tan hostil, el verdadero Hijo de Dios es capaz de subsistir y de hallar la ayuda de los ángeles que le sirven, esto es, ni en el desierto falta la ayuda de Dios a quien la sabe encontrar, en la fe. Jesús, en medio de las privaciones y la dureza del lugar, es confortado por la ayuda divina, porque es, también como hombre, el Hijo de Dios, cree, espera, ama. Y estas cosas, se nos dice, son también verdad para nosotros. Comenzar la cuaresma no es sino reconocer esto y tener los arrestos de vivirlo: es cierto que estamos en un ambiente que no nos es propicio (cada vez menos) tanto social, como económica o políticamente pero sigue siendo el mundo creado por Dios. Y además, el mundo donde el Hijo de Dios predicó y sigue predicando y llamando a la conversión, donde como hombre venció a la tentación y al tentador, y se convirtió para nosotros y para todos en el Camino, la Verdad y la Vida.
Primera lectura: Génesis 9, 8-15
Dios dijo a Noé y a sus hijos:
–«Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañaron: aves, ganado y fieras; con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra. Hago un pacto con vosotros: el diluvio no volverá a destruir la vida, ni habrá otro diluvio que devaste la tierra.»
Y Dios añadió:
–«Esta es la señal del pacto que hago con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las edades: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra. Cuando traiga nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco, y recordaré mi pacto con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no volverá a destruir los vivientes.»
Segunda lectura: 1Pedro 3,18-22
Queridos hermanos:
Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios.
Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.
Con este Espíritu, fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba en tiempos de Noé, mientras se construía el arca, en la que unos pocos –ocho personas se salvaron cruzando las aguas.
Aquello fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Cristo Jesús, Señor nuestro, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios.
Evangelio: Marcos 1, 12-15
En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto.
Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían.
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía:
–«Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»