En el Adviento revivimos, ponemos a punto, que ser cristiano es esperar al Señor, disponernos a su venida, a su llegada, a la que sucederá en los últimos días pero también a la que tiene lugar cada día en la oración, los sacramentos, los demás. Todas estas «venidas» tienen en común a Quien viene en ellas, al Dios que se hizo, se hace y se hará presente en Jesucristo. De todas ellas, la iglesia se fija, lógicamente, en la venida en carne del Hijo de Dios que celebramos en Navidad para entender mejor las otras, la última y las cotidianas. De hecho, es el principio mismo del Evangelio según san Marcos, que nos acompañará la mayor parte de este año: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». Esta frase hace de título del Evangelio y tras él, el texto se aplica a describir lo que sucedió, el comienzo real de esta historia que involucra el cumplimiento de la palabra del profeta Isaías. Se trata de la llegada efectiva y real de un mensajero, otro profeta que hizo suyas las palabras de Isaías que tenían la intención de consolar al pueblo fiel (primera lectura) anunciando que Dios habría decretado, por fin, la vuelta del destierro y de ahí que hubiese que preparar el camino. Se trata del pueblo que «retorna» pero, en realidad, es Dios, su acción, su palabra cumplida, quien viene sobre su pueblo. Dios ha «recordado», esto es, comenzado a cumplir lo prometido. Y como siempre que «viene» Dios, como nunca fuerza nuestra libertad ni nuestra conciencia, es imprescindible que nos preparemos y dispongamos a percibir su presencia, a encontrarle en nuestra vida y realidad. Y también como siempre, esta preparación y disposición implica «conversión», esto es, caer en la cuenta de la diferencia entre nuestros logros vitales y las exigencias de la Palabra de Dios. En este caso, el mensajero, el profeta, predica directamente esta necesidad de cambio de vida que se concreta y vitaliza a través de un baño, de un bautismo. El profeta se llama Juan y viste con una simple piel de camello atada con una correa y se alimenta de lo que encuentra en el monte donde vive pues es libre de cualquier sustento «institucional» y así puede anunciar directamente la verdad que viene de Dios. Juan, además, basa su mensaje en anunciar a otro que viene detrás con más poder. Define su relación con Él, su lugar en esta historia, como la del amigo del Esposo que sabe bien que no es el destinado a salvar y recoger a la Esposa, al pueblo de Dios. Juan solo es un enviado, un mensajero que tiene la misión de disponer al pueblo el encuentro con quien, de verdad, le lavará en el Espíritu Santo, es decir, le transformará de verdad e interiormente para vivir en plenitud la Alianza, para volver definitivamente de ese destierro al que nos condena la infidelidad y el pecado. Este bautizo con el Espíritu es el signo real de la venida de Dios y el núcleo de lo que anuncia verdaderamente Juan el Bautista. Todo esto fue lo que hizo real la vida, predicación, muerte y resurrección de Quien tenía que venir y consiguió para nosotros este verdadero Bautismo en el Espíritu Santo, que sigue presente y vivo en la Iglesia. Jesús viene, pues, en los Sacramentos, especialmente el Bautismo y la Eucaristía –manifestando su poder y su gracia– y cuando vuelva por última vez será para realizar definitivamente la Alianza, para que compartamos, para siempre, su misma vida, la vida misma de Dios, en la plena comunión con Él y entre nosotros, en el amor y la verdad.
Primera lectura: Isaías 40, 1-5. 9-11
«Consolad, consolad a mi pueblo,
–dice vuestro Dios–;
hablad al corazón de Jerusalén,
gritadle,
que se ha cumplido su servicio,
y está pagado su crimen,
pues de la mano del Señor ha recibido
doble paga por sus pecados.»
Una voz grita:
«En el desierto preparadle
un camino al Señor;
allanad en la estepa
una calzada para nuestro Dios;
que los valles se levanten,
que montes y colinas se abajen,
que lo torcido se enderece
y lo escabroso se iguale.
Se revelará la gloria del Señor,
y la verán todos los hombres juntos
–ha hablado la boca del Señor–.»
Súbete a un monte elevado,
heraldo de Sión;
alza fuerte la voz,
heraldo de Jerusalén; álzala, no temas,
di a las ciudades de Judá:
«Aquí está vuestro Dios.
Mirad, el Señor Dios llega con poder,
y su brazo manda.
Mirad, viene con él su salario,
y su recompensa lo precede.
Como un pastor que apacienta el rebaño,
su brazo lo reúne,
toma en brazos los corderos
y hace recostar a las madres.»
Segunda lectura: 2Pedro 3, 8-14
Queridos hermanos:
No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día.
El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos.
Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan.
El día del Señor llegará como un ladrón.
Entonces el cielo desaparecerá con gran estrépito; los elementos se desintegrarán abrasados, y la tierra con todas sus obras se consumirá.
Si todo este mundo se va a desintegrar de este modo, ¡qué santa y piadosa ha de ser vuestra vida!
Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos.
Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia.
Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables.
Evangelio: Marcos 1, 1-8
Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios.
Está escrito en el profeta Isaías:
«Yo envío mi mensajero delante de ti
para que te prepare el camino.
Una voz grita en el desierto:
«Preparad el camino del Señor,
allanad sus senderos.»»
Juan bautizaba en el desierto; predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados, y él los bautizaba en el jordán.
Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba:
–«Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias.
Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»