Aún este domingo, tercero de la Pascua, hemos escuchado uno de los hermosos relatos de la manifestación o aparición del Señor a los suyos. Recordemos que a Cristo Resucitado ya solo pueden verlo quien Él elige, los testigos designados para llevar al mundo el Evangelio completo de la vida, entrega, muerte y resurrección de Jesucristo. Como decíamos ya, se trata de relatos preciosos para la Iglesia pues no tendremos nada más del Señor hasta que vuelva y este es particularmente importante e, incluso, su lectura es providencial en este periodo concreto que estamos viviendo de sede vacante y elección de un nuevo sucesor de Pedro, protagonista, precisamente, de este relato. En primer lugar, este año, que estamos leyendo en el ciclo normal el Evangelio según san Lucas, el relato nos recuerda mucho al capítulo 5 de este Evangelio que leímos uno de los primeros domingos: allí, Lucas, tomando de la misma tradición trasladaba este episodio o uno parecido al comienzo del ministerio para señalar y certificar, precisamente, la primera elección de casi los mismos discípulos y el centro de ellos, también Pedro. En segundo lugar, el relato nos avisa ya en su mismo título de que se avecina una manifestación de Jesús. Esta sucede en Galilea donde, aparentemente, los discípulos han vuelto a su antigua vida y ocupación como pescadores. Y esa ahí, precisamente, donde Jesús se deja ver: han salido a pescar pero en toda la noche no han cogido nada (cfr. Lc 5,5) y Jesús aparece, aunque no es reconocido por ellos, y les pide que echen de nuevo la red, esta vez, al lado derecho de la barca. Cuando obedecen y lo hacen, la red, esta vez sube llena hasta los topes de peces (cfr. Lc 5,6) y ellos, gracias al testimonio de Juan, reconocen que es el Señor. Pedro, al saberlo, se echa al mar, sintiéndose indigno del encuentro con Aquél a quien ha negado. Cuando llegan a tierra, contemplan cómo Jesús les ha preparado el almuerzo, con un poco de pescado asado y pan, y les pide que traigan de lo suyo, encargo que cumple el mismo Pedro. Se hace notar que, a pesar de la gran cantidad de peces que la red contenía cuando Pedro la arrastra, esta no se rompió. Se han dado muchas interpretaciones del número concreto de peces, 153, que tienen sus raíces en la simbología bíblica y ciertamente son un símbolo: del trabajo fundamental de los discípulos que sigue siendo «pescar hombres» para la vida, para salvarlos gracias a la fe en Cristo vivo y resucitado (cfr. Lc 5,10c). El relato finaliza con la invitación de Jesús a todos para que almuercen, para que coman en aquella comida de comunión, que contiene simbólicamente el pan que le representa a Él y los peces, que son, a la vez, los mismos discípulos salvados por Jesús, por segunda vez, y los que serán salvados a partir de ahora. Se ha restaurado, pues, la comunión de vida y la iglesia se pone en marcha como ya lo hizo al comienzo de los Evangelios, esta vez para anunciar y hacer presente a Jesucristo. Quedaba una cuestión pendiente que se resuelve en la segunda parte del relato: la situación de Pedro que Jesús viene a restaurar. Se trata de un hermoso diálogo en privado que cierra el Evangelio y que permite a Pedro restaurar con tres confesiones de fe y amor sus tres negaciones. Sin duda, Jesús conoce el interior de Pedro pero también quiere que manifieste en voz alta su entrega a Él y más en la nueva etapa que aquí comienza. Jesús le pregunta si le quiere que es, en definitiva, lo más importante, pues no estamos aquí solo para admirar a Jesús, considerarle un buen hombre, sino para quererle, amarle, entregarle, como Pedro, toda nuestra vida, que esto significa el amar, la verdadera comunión. Al final del diálogo, Pedro recibe la misma palabra que recibió al comienzo del ministerio, de esta aventura: Sígueme. De esto se trata siempre, de amar a Cristo y seguirle, realmente, con toda nuestra vida. Todo comienza de nuevo, revivir la Resurrección, encontrar a Cristo Vivo en la celebración semanal de la Palabra y la Eucaristía es reconocer una vez más su salvación, su presencia en nuestra vida, la fecundidad que significa la Misión que nos encomienda, que comparte, desde Dios mismo, con nosotros.
Primera lectura: Hch 5, 27b-32. 40b-41
EN aquellos días, el sumo sacerdote interrogó a los apóstoles, diciendo:
«¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre».
Pedro y los apóstoles replicaron:
«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen».
Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos, pues, salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre.
Segunda lectura: Ap 5, 11-14
YO, Juan, miré, y escuché la voz de muchos ángeles alrededor del trono, de los vivientes y de los ancianos, y eran miles de miles, miríadas de miríadas, y decían con voz potente:
«Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza».
Y escuché a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar —todo cuanto hay en ellos—, que decían:
«Al que está sentado en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos».
Y los cuatro vivientes respondían:
«Amén».
Y los ancianos se postraron y adoraron.
Evangelio: Jn 21, 1-19
EN aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
«Me voy a pescar».
Ellos contestan:
«Vamos también nosotros contigo».
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
«Muchachos, ¿tenéis pescado?».
Ellos contestaron:
«No».
Él les dice:
«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis».
La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro:
«Es el Señor».
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.
Jesús les dice:
«Traed de los peces que acabáis de coger».
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
«Vamos, almorzad».
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.
Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.
Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?».
Él le contestó:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis corderos».
Por segunda vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».
Él le contesta:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
Él le dice:
«Pastorea mis ovejas».
Por tercera vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?».
Y le contestó:
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero».
Jesús le dice:
«Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras».
Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
«Sígueme».