Dios hará justicia a sus elegidos, si le gritan día y noche… Así enseñaba Jesús a orar sin descanso, afirmando que la oración restablece la justicia, esto es, las relaciones que importan, con Dios y con los demás. Esto significa que este restablecimiento, auténtica «redención» de las relaciones en las que nos movemos y que nos vivifican, tiene su origen, apoyo y sustento en el mismo Dios. Así, en el fragmento evangélico de hoy, para hablar de justicia e injusticia, Jesús cuenta otra parábola que tiene como centro a la oración. La justicia, la justificación es concepto y realidad clave en la fe cristiana y en la misma historia de la salvación. Como recordaba la primera lectura, la fe bíblica se fundamenta en que el Dios verdadero, el que viene a nosotros y se revela, escucha a todos, especialmente a quien más necesitada tiene de ser acogido, curado, redimido. Las acciones y relaciones humanas generan injusticia, que nace del corazón de las personas y es Dios quien acude al remedio, escuchando las justas súplicas de quien necesita que su situación sea restablecida. Justicia tiene mucho que ver con derecho, con la verdad de la realidad que se hace presente para regular y hacer posible la vida y la convivencia, no como una lucha, sino como la colaboración que tiene que ser. La parábola de Jesús recuerda que es Dios quien da la justicia, el juez, el criterio vivo y decisivo que desprecia la soberbia humana y valora la humildad o reconocimiento de la propia verdad. No es la pobreza por la pobreza lo bueno como tampoco la riqueza o el éxito son malos de por sí: se trata, como tantas otras veces, de vivir en la realidad, en la verdad, que está unida a Dios y desde Jesús, encarnada y presente entre nosotros.
Primera lectura: Eclesiástico 35, 15b-17. 20-22a
El Señor es un Dios justo
que no puede ser parcial;
no es parcial contra el pobre,
escucha las súplicas del oprimido;
no desoye los gritos del huérfano
o de la viuda cuando repite su queja;
sus penas consiguen su favor
y su grito alcanza las nubes;
los gritos del pobre atraviesan las nubes
y hasta alcanzar a Dios no descansa;
no ceja hasta que Dios le atiende,
y el juez justo le hace justicia.
Segunda lectura: 2Timoteo 4, 6-8. 16-18
Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser sacrificado
y el momento de mi partida es inminente.
He combatido bien mi combate,
he corrido hasta la meta,
he mantenido la fe.
Ahora me aguarda la corona merecida,
con la que el Señor, juez justo,
me premiará en aquel día;
y no sólo a mí,
sino a todos los que tienen amor a su venida.
La primera vez que me defendí ante el tribunal,
todos me abandonaron y nadie me asistió.
–Que Dios los perdone–.
Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas
para anunciar íntegro el mensaje,
de modo que lo oyeran todos los gentiles.
El me libró de la boca del león.
El Señor seguirá librándome de todo mal,
me salvará y me llevará a su reino del cielo.
¡A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén!
Evangelio: Lucas 18, 9-14
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás:
–Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.