La conversión, el volvernos hacia el Dios que se nos manifiesta en Cristo, es una decisión que se toma y que hay que mantener cada día, durante toda la vida. En ello consiste la vida de la fe, que es la vida cristiana o en Cristo: consiste siempre en «salir» de la situación vital donde nos ha encontrado la gracia (la Palabra) y que suele ser de esclavitud y estabilidad, hacia esa tierra y esa vida que la misma Palabra promete y la gracia va alcanzando con nuestra colaboración. Durante este tiempo, esa vida, puede llegar a faltar casi todo (o eso nos parece al comparar con la situación anterior, con las «ollas de Egipto») pero nunca nos faltará lo esencial para seguir viviendo, cambiando, caminando (primera lectura). En realidad, durante todo el tiempo estamos siendo sostenidos por Aquél que nos llamó, nos hizo salir y nos conduce. Pero se trata e un sustento interior, invisible, escondido, como hace Dios las cosas; un sustento que va directamente al centro de la vida, mediante la fe, la esperanza, la caridad. No nos falta nunca pero no podemos exigir o que se nos manifieste de modo especial o se nos dé a nuestro interés o gusto porque no depende de nosotros sino que es un don libre de Dios. Por eso la Escritura usa el agua como una buena analogía para hablar de este sustento: sin ella no podemos vivir pero al fin es inodora e insípida (o debería serlo). Es básica: cuando está presente no lo notamos y en la situación que atraviesa el pueblo en marcha por el desierto, solo puede venir de Dios. El agua revela nuestra esencial necesidad a través de la sed y por eso Jesús habla de ambas cosas con la Samaritana junto a ese pozo que es un recuerdo material de cómo Dios mismo sostuvo a los patriarcas, padres de la fe. De nuevo, como en las tentaciones, Jesús manifiesta su humanidad necesitada de agua material para que quede al descubierto la otra sed del espíritu que sufre la mujer, que sufrimos todos y que Él ha venido a saciar. Jesús la ofrece directamente y la da, en esta conversación con ella, con sus explicaciones, pero sobre todo con su misma persona. Es el encuentro con el hombre Cristo Jesús lo que nos hace descubrir, a la vez, lo sedientos que estamos y que Él es el amor verdadero que ha venido a saciarla. Así sucede en este diálogo con esta mujer, la samaritana, quien reconoce en Él a un profeta, luego al Mesías y por último al Salvador de todo el mundo. Porque Jesús ha venido para esto mismo: para manifestar, hacer presente en su humanidad y sostener con ella, con su amistad y compañía nuestro propio camino en la fe, para que sepamos en la fe que nos sostiene el amor en este camino hecho esencialmente de la esperanza en Él.
Primera lectura: Éxodo 17, 3-7
En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés:
–«¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?»
Clamó Moisés al Señor y dijo:
–«¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen.»
Respondió el Señor a Moisés:
–«Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.»
Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Y puso por nombre a aquel lugar Masá y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo:
–«¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?»
Segunda lectura: Romanos 5, 1-2. 5-8
Hermanos:
Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios.
Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.
Evangelio: Juan 4, 5-42
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob.
Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice:
–«Dame de beber.»
Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice:
–«¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? »
Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Jesús le contestó:
–«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. »
La mujer le dice:
–«Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó:
–«El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice:
–«Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla.»
Él le dice:
–«Anda, llama a tu marido y vuelve.»
La mujer le contesta:
–«No tengo marido.»
Jesús le dice:
–«Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
La mujer le dice:
–«Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»
Jesús le dice:
–«Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos.
Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto soy deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice:
–«Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo. »
Jesús le dice:
–«Soy yo, el que habla contigo.»
En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas? »
La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente:
–«Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será éste el Mesías?»
Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él.
Mientras tanto sus discípulos le insistían:
–«Maestro, come.»
Él les dijo:
–«Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis.»
Los discípulos comentaban entre ellos:
–«¿Le habrá traído alguien de comer?»
Jesús les dice:
–«Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra.
¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo esto: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mismo sembrador y segador.
Con todo, tiene razón el proverbio: Uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron, y vosotros recogéis el fruto de sus sudores.»
En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho.»
Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer:
–«Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»