El adviento inicia el año litúrgico, que es la vivencia del misterio cristiano en el trascurrir del tiempo. Desde sus mismos inicios, la iglesia, firmemente enraizada en la fe bíblica, en la Ley –de la que Jesús dijo explícitamente que no dejará de cumplirse ni las más pequeña letra– y los profetas que supieron vislumbrar y anunciar la gran novedad cristiana (primera lectura), en la oración de Israel –especialmente los Salmos– usados desde el primer momento, logra expresar y manifestar cómo había llegado el cumplimiento de todas las promesas de Dios. Así el año litúrgico, las fiestas judías, estrechamente unidas a la tierra y la vida de la que habían surgido en respuesta a la revelación de Dios, se va transformando, por el mismo proceso de vida y experiencia y de respuesta a la máxima revelación de Dios en Cristo, en la progresiva realización y aplicación práctica y positiva de esta salvación cristiana a todos los que van entrando en la iglesia o interesándose siquiera por ella. Y este año de gracia, año de Dios desde la manifestación del misterio de Cristo, comienza con el adviento, esto es, con el recuerdo vivo y la celebración de la venida del Señor. Se trata de prepararnos a revivir el comienzo de este fin que fue la salvación de Jesús en la Encarnación y la Natividad. Desde entonces, Dios está en Cristo en medio de nosotros y dedicamos este tiempo a comprenderlo y vivirlo un poco mejor. Durante estos primeros domingos, la Palabra y la liturgia eclesial se centra en el cumplimiento por excelencia de esta venida, la Parusía, el retorno en poder de Cristo al final de todos los tiempos y todas las cosas. Lo primero es fijarnos en lo que dijo el propio Jesús: no sabemos el momento (no lo necesitamos saber puesto que ni el mismo Hijo y hombre tiene que saberlo) así que nuestra ocupación es velar, vigilar. Nuestra situación es que el Señor se marchó pero dejando a cada uno en su casa una tarea y encargando a uno, el portero, que velara. Y como no sabemos cuándo volverá el verdadero dueño de la casa –que está claro que no es nuestra– es preciso velar, estar despiertos, atentos, «no sea que venga inesperadamente» y nos encuentre dormidos, esto es, despreocupados de la tarea encomendada. El mandato es para todos: «¡Velad!», por esto mismo. La vela se refiere no a estar permanentemente –literalmente– sin dormir porque eso no nos es posible. De hecho, la parábola de las doncellas hace unos domingos nos recordaba que todas, listas y necias», se durmieron. Esta vela y vigilancia significa, por un lado, no olvidar el cometido encomendado por el Señor de la casa, la tarea dada a cada uno y que es cuidar unos de otros del modo que corresponda a cada vida y cada vocación; se trata de servir y no de servirse de los otros o del mismo encargo recibido egoístamente y para el único provecho propio. Por otro lado, se trata de estar bien preparados, lo que se relaciona con mantener bien viva la comunión con el Señor que tiene que volver, mediante la oración y la guarda de sus mandamientos, además del encargo particular. En este tiempo nos recordamos unos a otros este deber esencial de velar y vigilar, de mantener nuestras vidas en comunión con Cristo y en fidelidad al encargo recibido y libremente aceptado. El Señor puede volver en cualquier momento o nuestra vida puede llegar a su fin igualmente, lo que tiene mucho que ver con lo primero. Por otra parte, ser cristiano es estar despierto, vivo, velando, sabedor siempre de encontrarse en las manos de Dios, de haber recibido, inmerecidamente su verdad, y haber aceptado el deber de custodiarla y mantenerla viva para que el Señor, al volver, encuentre a sus siervos fieles dispuestos a recibirle cuando vuelva de nuevo a restaurar en Él toda la creación.
Primera lectura: Isaías 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7
Tú, Señor, eres nuestro padre,
tu nombre de siempre es «Nuestro redentor».
Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos
y endureces nuestro corazón para que no te tema?
Vuélvete, por amor a tus siervos
y a las tribus de tu heredad.
¡Ojalá rasgases el cielo y bajases,
derritiendo los montes con tu presencia!
Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia.
jamás oído oyó ni ojo vio
un Dios, fuera de ti,
que hiciera tanto por el que espera en él.
Sales al encuentro del que practica la justicia
y se acuerda de tus caminos.
Estabas airado, y nosotros fracasamos:
aparta nuestras culpas, y seremos salvos.
Todos éramos impuros,
nuestra justicia era un paño manchado;
todos nos marchitábamos como follaje,
nuestras culpas nos arrebataban como el viento.
Nadie invocaba tu nombre
ni se esforzaba por aferrarse a ti;
pues nos ocultabas tu rostro
y nos entregabas en poder de nuestra culpa.
Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre,
nosotros la arcilla y tú el alfarero:
somos todos obra de tu mano.
Segunda lectura: 1Corintios l, 3-9
Hermanos:
La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros.
En mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en Cristo Jesús.
Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo.
De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.
El os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de que acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro.
Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo,
Señor nuestro. ¡Y él es fiel!
Evangelio: Marcos 13, 33-37
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
–«Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento.
Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara.
Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!»