El segundo domingo de Cuaresma contemplamos y celebramos este hermoso relato de la Transfiguración. Jesús tomó consigo a sus discípulos más cercanos –Él como hombre, como cada uno de nosotros, prefería a algunos pues ley de vida ley de la carne– y los llevó consigo a este monte «para orar». Un gesto que Jesús hacía a menudo, según los evangelios, pasaba con su Padre buena parte de la noche. Lo que cambia en esta ocasión es que se hace acompañar de estos discípulos escogidos. Y es durante este encuentro con su Padre dice el texto que «el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor». Y no fue eso lo único sorprendente y maravilloso: también se dejan ver con Jesús los mismísimos Moisés y Elías que están hablando con Él acerca «de su éxodo», del fin de su misión «que iba a consumar en Jerusalén». Se trata de una «teofanía», es decir, una manifestación de Dios, con todas las de la ley. Así lo dice lo contemplado y la misma actitud de los discípulos «que se caían de sueño» pero se espabilan para ver la gloria de Jesús y quienes hablan con Él. La reacción natural es proteger aquel momento y alargarlo («haremos tres tiendas») pero aún había más: como en las grandes teofanías se manifiesta la misma voz de Dios, si bien oculta su presencia por una nube, y señala a su Maestro como su Hijo, el elegido, y les pide y manda escucharlo. Los tres discípulos han sido hechos testigos del misterio que está presente pero oculto en Jesús. De momento callan, realmente no saben que ha pasado pero llegará el tiempo en que entiendan y den el testimonio que nos ha transmitido a nosotros el Evangelio: que Jesús, su Maestro, es el Hijo de Dios y está aquí para hacer realidad el compromiso sagrado de la alianza del que nos hablaba la primera lectura. A Abrahán y los padres les fue prometida la amistad de Dios, que Él restauraría su condición, repararía su vida y naturaleza oscurecidas por el pecado y toda la historia de desobediencia humana. El texto anunciaba que Dios mismo asumiría el coste de esta restauración y por eso Jesús dialoga con Moisés y Elías, artífice de la alianza y su sostenedor mediante la palabra viva profética. Cumpliendo la palabra, Jesús tendrá que atravesar la oscura muerte para manifestar y transmitir la vida verdadera y para siempre a sus hermanos los hombres a cuya naturaleza se ha unido. Para hacer efectiva esta restauración, cada hombre debe escuchar -obedecer- al Hijo como antes se obedecía a Dios, y caminar tras sus pasos hasta vencer el pecado y la misma muerte.
Primera lectura: Gén 15, 5-12. 17-18
Dios inició un pacto fiel con Abrahán.
Lectura del libro del Génesis.
EN aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo:
«Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas».
Y añadió:
«Así será tu descendencia».
Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia.
Después le dijo:
«Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los caldeos, para darte en posesión esta tierra».
Él replicó:
«Señor Dios, ¿cómo sabré que voy a poseerla?».
Respondió el Señor:
«Tráeme una novilla de tres años, una cabra de tres años, un carnero de tres años, una tórtola y un pichón».
Él los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres y Abrán los espantaba.
Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él.
El sol se puso y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antorcha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.
Aquel día el Señor concertó alianza con Abrán en estos términos:
«A tu descendencia le daré esta tierra, desde el río de Egipto al gran río Éufrates».
Segunda lectura: Flp 3, 17 – 4, 1
HERMANOS, sed imitadores míos y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros.
Porque —como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos— hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; sólo aspiran a cosas terrenas.
Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo.
Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.
Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.
Evangelio: Lc 9, 28b-36
EN aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.
De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño, pero se espabilaron y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras éstos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía lo que decía.
Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube.
Y una voz desde la nube decía:
«Éste es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo.
Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.


