Las Fiestas de la Navidad se cierran con esta celebración del comienzo de la misión de Jesús, de su manifestación como adulto al mundo al que ha sido enviado. Jesús «entra en la historia» desde este momento, comienza a predicar su Palabra, a manifestar la luz que Él es. Aunque en esta primera ocasión, su Palabra consiste en un gesto muy impactante que, de hecho, impresionó decisivamente a los propios evangelistas que lo cuentan. En primer lugar, se trata de un gesto de humildad, de verdad, de realismo: se acerca como uno más a esa fila con todo tipo de pecadores que esperaba para que Juan los bautizase. Recordemos que su bautismo tenía como objetivo la «conversión» de los pecadores antes de que llegase la intervención decisiva de Dios y ya no hubiese marcha atrás. Dios lo reservaba «para el momento de aplacar la ira antes de que estalle, para reconciliar a padres con hijos, para restablecer las tribus de Israel» (Sir 48,10). Jesús asume ese bautismo para ratificar su condición humana y su solidaridad con los pecadores, desde el mismo comienzo. La segunda lectura hablaba de este momento como el comienzo mismo del Evangelio, el hecho donde empieza la predicación de la Buena Noticia del perdón de Dios, que así, logrará llegar a cada hombre. Como en su nacimiento, Jesús baja hasta lo más hondo para poder alcanzar a todos y hacerlos subir con Él. Juan recuerda aquí el segundo fin de su misión: manifestar y señalar al que tiene que venir, quien representa y ejerce esa definitiva actuación de Dios en la historia y las vidas de todos. Y dice mucho más sobre Él que tiene que venir: se trata del Esposo, no de un profeta más; es Dios mismo, en persona, pues viene a ejercer sus derechos de redentor sobre su criatura, su esposa, es decir, todos y cada uno de nosotros. Y lo va a hacer entregando por ella el rescate que sea preciso para sacarla de la deshonra en que está y vive y devolverle su verdad como criatura, la filiación divina y la fraternidad verdadera con los demás hombres. Para restablecer este orden, el de la creación, para volver todo a su sitio, Jesús comienza sometiéndose a todo lo ordenado por Dios («conviene que cumplamos toda justicia», comenta en el Evangelio de Mateo ante la protesta de humildad del Bautista). Este que viene, también, ya no bautizará con agua, como Juan, sino con el Espíritu Santo. Esto es, cumplirá la mayor promesa de Dios haciendo que la misma vida y amor divinos viva, repose en cada hombre que acepte y crea este Bautismo. Tras esta preparación, se narra el hecho con la mayor sencillez: llega Jesús desde Galilea directamente a que Juan lo bautice. Y cuando lo hace, se abren los cielos (cerrados durante mucho tiempo) y desciende, para probar todo lo dicho, el mismo Espíritu en forma de una paloma. Recuerda así el comienzo de la Escritura, cuando en la creación, el Espíritu de vida de Dios «aleteaba sobre las aguas». Ahora vuelve a hacerlo, en el inicio de la nueva creación. Pero sobre Jesús el Espíritu no viene a crear o a posarse como una novedad sino como una manifestación; viene, en Jesús, a su casa, a mostrar que está indisolublemente unido a esa humanidad que Él mismo ha creado en el vientre de María y que actuará en Jesús y le guiará y sostendrá en la misión que ahora emprende. Y por si faltaba algo, se oye la mismísima voz de Dios, del Padre, que llevaba también muchos siglos son oírse, para ratificar todo lo que sucede. Este hombre, Jesús, en quien habita el Espíritu Santo, es también su Hijo, el más querido y predilecto y como tal debe ser escuchado. Así pues, Jesús se revela en el momento de su bautismo por mano de Juan como el Hijo predilecto de Dios, el compañero único del Espíritu Santo que reside en Él y el destinado a salvar, redimir, perdonar, pagar por fin la deuda y saldar la fractura que existía, desde hace tanto, entre Dios y el hombre.
Primera lectura: Isaías 42, 1-4. 6-7
Así dice el Señor:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, a quien prefiero.
Sobre él he puesto mi espíritu,
para que traiga el derecho a las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceara por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
el pabilo vacilante no lo apagará.
Promoverá fielmente el derecho,
no vacilará ni se quebrará,
hasta implantar el derecho en la tierra,
y sus leyes que esperan las islas.
Yo, el Señor, te he llamado con justicia,
te he cogido de la mano,
te he formado, y te he hecho
alianza de un pueblo, luz de las naciones.
Para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la prisión,
y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas.»
Segunda lectura: Hechos de los apóstoles 10, 34-38
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
– «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los israelitas, anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos.
Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.»
Evangelio:
En aquel tiempo, proclamaba Juan:
– «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias.
Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»
Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán.
Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo:
–«Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.»