«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré»

3 Mar 2024 | Evangelio Dominical

Hay muchos textos del Evangelio de los que se podría decir, salvo mejor opinión, que Jesús no sale en ellos del judaísmo. Su respeto a la Tradición verdadera de la revelación significa fidelidad a Dios y a sus obras pero hay otros, como el de hoy, en que propone claramente una nueva Alianza. Jesús entra en el Templo de Jerusalén, corazón esencial y vivencia de la Alianza de Dios con Israel y declara que su culto, su papel en el sostenimiento de la relación con Dios en que consiste realmente el Templo, ha caducado, ha sido superado, será sustituido por «otro Templo» que Él edificará, misteriosamente, en tres días. Esto es lo que responde a los judíos que han entendido plenamente su gesto (al revés que muchos cristianos que ven aquí el comienzo de no se sabe muy bien qué revolución o un simple «lavado de cara» o limpieza de un culto que un templo que con los años y los intereses se había convertido en otra cosa, un «mercado»). Jesús habla de un signo que se producirá a su debido tiempo: de un lado, este Templo se derrumbará (literalmente no quedará piedra sobre piedra gracias al «buen hacer» de los romanos) y Él construirá otro, en su propio cuerpo, cuando sea entregado a la muerte y resucite. Este será el nuevo y verdadero sacrificio, el corazón del nuevo templo que será edificado gracias a su entrega. Este nuevo y definitivo Sacrificio será el corazón del nuevo culto, de la nueva alianza, nueva relación entre Dios y el hombre, que restaurará y llevará a su culminación el plan de Dios. No obstante, la nueva alianza respeta, absorbe la Ley, la tercera alianza, de la que hablaba la primera lectura. Ni la más letra más pequeña (Mt 5,18). Todo lo dicho ahí, excepto lo que Jesús explícitamente deroga y mejora, tiene pleno vigor, especialmente el código de los «diez mandamientos» que traducen el pacto de amistad entre Dios y los hombres en un pacto de convivencia entre los hombres que los lleva a la verdadera fraternidad. Para los judíos no se trataba de una imposición «positiva» de Dios, claramente más fuerte, en el estilo de nuestros desproporcionados estados que obligan a cumplir por la fuerza todas aquellas normas que ellos consideran aprobadas por «mayoría» y que interesan para su propio sostenimiento, no para el bien de nadie. La Ley era y es un regalo, un don que recuerda todo lo realizado por Dios y que permite sostenerlo como bienes humanos de bienestar y comunión. Lo primero, que solo hay un Dios digno de que el hombre se arrodille y postre ante Él, porque es la Verdad y el Amor, la fidelidad y la gracia, la justicia y la misericordia. Los ídolos son todos falsos, engañosos y peligrosos, invenciones de hombres para esclavizar a otros hombres (hoy se trasmutan en ideologías y cosas peores). De ahí el honor, reconocimiento que culto que le debemos, para mantener viva la comunión con Él y entre nosotros. También así la Ley salvaguarda, poniendo límites, la sociedad humana y el verdadero intercambio entre las personas. Todo lo prohibido por la Ley es objetivamente malo, negativo y pernicioso, no contribuye al bien personal y común, sino que lo ataca. Jesús se manifiesta pues, como El que está lleno de gracia y verdad, como la Verdadera Presencia de Dios, nueva Ley pero también Quien la cumple y la lleva a plenitud, y nos hace partícipes a todos.

Primera lectura: Éxodo 20, 1–17

Segunda lectura: 1Corintios 1, 22-25

Evangelio: Juan 2, 13-25