En la historia de Jesús, su persona, su enseñanza, sus signos, su muerte, resurrección y ascensión al Padre, se manifiesta el Dios verdadero, que es Uno y es Trino. Hemos escuchado durante el tiempo de Pascua decir al mismo Cristo que quien lo ve a Él ha visto al Padre. Es Él quien le envió, para manifestar su gran amor para con el mundo y con su criatura preferida, el hombre. Como recordaba la primera lectura, ningún dios de los inventados se hizo cercano para revelarse como el creador de la vida, como el liberador de un pueblo de su elección, como el dador de la Alianza. Ningún falso dios puede establecer una verdadera relación de amistad y confianza, porque no es nada. Esta revelación son gestos y palabras bien concretas que hacen ver que es el Único Dios, allí arriba y aquí abajo. No hay ninguno más que Él, todos los demás son dioses inventados por la necesidad o la malicia del hombre, o del mal mismo. Esta verdad y este amor que se manifiestan en la antigua alianza llegaron a su plenitud, su cercanía se puso al alcance verdaderamente de todos en el hombre Jesucristo. Él era el Hijo, Dios también desde siempre junto con el Padre, que se encarnó para dar testimonio del verdadero Dios y Creador de todo y todos. Y toda esta obra se pudo llevar a cabo gracias al Espíritu Santo, la tercera persona de un Dios que es también Trinidad, esto es, comunidad, familia de relaciones que lo constituyen en su única esencia y naturaleza como Uno y Único Dios. Hoy celebramos y revivimos todo esto, que la «teología» (palabra y compresión del Dios verdadero) se dio a conocer en la «economía» (manifestación en la realidad e historia de los hombres de este ser divino). Celebramos y revivimos que Dios se ha mezclado, se ha involucrado con los hombres -y desde ellos con toda la creación-, con sus criaturas. Como verdadero Padre, se ha hecho responsable de su obra, de sus hijos y no los ha dejado cuando la situación se ha torcido; al contrario, ha sabido remediarlo al mismo tiempo que aseguraba el cumplimiento de su promesa de que compartiríamos, todos, su misma vida, su mismo ser. De ahí lo que nos recordaba el Evangelio: la conclusión de la Misión del Hijo, enviado desde el seno del Padre y el Espíritu a cumplir todo esto es que todos se bauticen en el nombre del Dios verdadero, que es Padre e Hijo y Espíritu Santo. «Bautizar en el nombre», esto es, en la persona, significa que se incorporen, a través de lo conseguido por la entrega del Hijo, Dios y hombre, al mismo Cuerpo de Cristo. Él mismo, por el Sacramento en el que actúa directamente, nos introduce así en la vida divina, donde permanecemos guardando todo lo que Él nos ha mandado. Y esta unión, como todos los compromisos que Dios toma, son irrevocables. Se mantendrá hasta el fin del mundo. Así pues, Dios mismo nos adopta como hijos gracias al Hijo, se hace nuestro Padre y mediante el don del Espíritu Santo va transformando nuestra entera persona hasta divinizarla, «endiosarla», desde este tiempo hasta el mismo fin del mundo.
Primera lectura: Deuteronomio 4, 32-34. 39-40
Moisés habló al pueblo, diciendo:
– «Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, palabra tan grande como ésta?; ¿se oyó cosa semejante?; ¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?
Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te para siempre.»
Segunda lectura: Romanos 8, 14-17
Hermanos:
Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios.
Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre).
Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.
Evangelio: Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
– «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.
Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»