El Evangelio de hoy y la primera lectura, que suelen estar en profunda sintonía, nos habla de la fe, que es actitud y decisión del hombre pero don de Dios, la única «virtud», esto es, capacidad que nos hace estar y vivir en comunión con el Dios verdadero, malgrado las dificultades y las enormes diferencias de capacidad, conocimiento, la indudable separación existente entre nuestra realidad que es inmanente y la de Dios, absolutamente trascedente. Como escribió san Juan de la Cruz: «es sola el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios; porque es tanta la semejanza que hay entre ella y Dios, que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído» (2S 10,1). Ahora, por eso mismo, por ser el único medio próximo y verdadero para la comunión con el Dios verdadero, es necesariamente oscura, porque la verdad y realidad de Dios no puede caer, tal cual, en nuestros sentidos, conocimiento ni voluntad. Dios la regala, como recordaba la primera lectura, pues tiene que ser don suyo para poder conducir a Él, pero su oscuridad precisa ser acogida, creída, profundizada en una relación vital con Dios que vaya más allá de las apariencias. Dios no abandona a sus hijos ni la realidad pero ser capaces de percibir su actuación en ella requiere contemplar, orar, esperar, aguantar. El Señor responde al profeta que escriba la visión, sus palabras porque se cumplirán puntualmente y el creyente, quien confía en ellas, no será defraudado, pero para ser justo, santo, alcanzar la comunión plena con Dios, tiene que vivir de esta fe. En el Evangelio, los discípulos que conviven con Jesús y escuchan a diario sus palabras, entienden que necesitan cada vez más esta misma fe para atesorar y vivir todo lo que Jesús muestra y enseña. Van entendiendo cada vez más que están lidiando con Dios mismo, con su actuación concreta en la historia, siempre difícil de entender como nos recordaba el profeta Habacuc. Por eso le piden que les aumente la fe, para unirse más a Él, especialmente ante lo que tiene que pasar. Sin duda es un deseo que les inspira Dios mismo, previendo lo que sucederá y todo lo que tendrán que atravesar. Jesús les responde en el mismo estilo que el Señor a Jeremías: «Si corres con los de a pie y te cansas, ¿cómo competirás con los caballos? Si en terreno abierto te sientes inseguro, ¿qué harás en la espesura del Jordán?» (12,5-6). Les viene a decir que es bueno que la pidan, pero que ese no es el problema, pues Dios la concede siempre, y la prueba es la misma presencia de Jesús, sus gestos, actos y palabras entre ellos. El problema es siempre acoger esa fe, creer efectivamente, hacerla vida. Primero les hace (y nos hace mirar) la propia vida y experiencia preguntándonos hasta dónde seríamos capaces de llegar apoyados en nuestra fe. Qué hemos pedido recientemente y esperamos recibir, si estamos realmente convencidos de que somos escuchados y que luego el Señor dará el mejor cumplimiento a nuestras oraciones, sacando de ellas el mayor bien posible para nosotros y para los demás. Y segundo, les dedica esa parábola reveladora de las verdaderas relaciones entre Dios y los hombres: el vínculo con Dios tiene que ir madurando y creciendo como cualquiera otra relación verdadera de nuestra vida. No funciona por el sistema de reconocimiento de méritos o de pago por servicio y recompensa, como si fuese un entrenamiento de mascotas. Es una relación verdadera, a largo plazo, un verdadero compromiso, que solo se podría comparar al matrimonio o la relación entre padres e hijos, que es permanente y sustancial, sustentadora de la vida misma. No hay que esperar pequeñas recompensas o reconocimientos, aparte de la vida misma y su disfrute. La recompensa es siempre futura y el trabajo siempre presente. Solamente se desconecta de la fe quien deja de amar y servir, de hacer vida propia los mandamientos del Maestro. Todo nos interesa hoy particularmente; nuestra iglesia sufre una sustancial falta de fe que está minando todo que queremos y amamos. Jesús nos recuerda que no basta la buena intención, el pensamiento correcto, el no negar los dogmas y la sustancia de la vida eclesial sino que tenemos que creer, aventurar nuestra vida en ella, entrar en toda su oscuridad afrontando todas las preguntas que solo se resuelven cuando, efectivamente, nos dedicamos a amar y servir.


