La Navidad es nuestra fiesta más entrañable, es decir, en la que celebramos y revivimos la entraña misma de nuestra fe: cómo el Hijo eterno de Dios se unió a una naturaleza como la nuestra con todas sus consecuencias y vino para ser hombre desde el principio y desde abajo, asumiendo todo lo nuestro: carne, circunstancias, limitaciones. Todo menos el pecado, que no forma parte de nuestro ser y sustancia según el originario plan divino, aunque lleve tanto con nosotros que nos parezca algo inevitable. Para revivir y celebrar, hemos escuchado el texto quizá más hermoso e «inspirado» tanto divina como humanamente en la Escritura. Ahí está todo: quién es el Verbo Verbo Eterno, Dios mismo vuelto hacia el mundo que lo ha creado y sostiene. El es la vida, la luz y, sobre todo, la Verdad. Es decir, la Palabra viva de Dios es la razón divina que se une a la razón humana para revelarnos y decirnos, desde dentro, quién es Dios, quiénes somos cada uno. Y por eso se hizo hombre, dándolo todo, para hacernos capaces, en nuestra carne, no en ninguna vida futura o ideal, de ser hijos de Dios, con tal de acogerlo y reconocerlo, abriendo la existencia a la fe. Pero se trata de una acogida completa: de Aquél que es más grande que nuestra razón, voluntad e inteligencia, y esto solo es posible desde la humildad radical. Hay que dar a Alguien más grande, poderoso, bueno el control de nuestra vida y eso es siempre lo más difícil. Para eso nos preparamos, eso significa la conversión pero también la misma vida cristiana: caminar en esta luz que viene de lo alto pero ilumina lo que somos y el camino que tenemos por delante (y por detrás) para que podamos recorrerlo sabiendo a donde conduce y en la verdad: venimos de Dios y vamos hacia Él, acompañados de hermanos, no de enemigos, dando también testimonio, mediante la humildad y la alegría de que hemos sido encontrados y redimidos.
¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del mensajero que anuncia la paz,
que trae la Buena Nueva,
que pregona la victoria,
que dice a Sión: «Tu Dios es rey»!
Escucha: tus vigías gritan,
cantan a coro,
porque ven cara a cara al Señor,
que vuelve a Sión.
Romped a cantar a coro,
ruinas de Jerusalén,
que el Señor consuela a su pueblo,
rescata a Jerusalén;
el Señor desnuda su santo brazo
a la vista de todas las naciones,
y verán los confines de la tierra
la victoria de nuestro Dios.
Segunda lectura: Hebreos 1, 1-6
En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas.
Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo.
El es reflejo de su gloria, impronta de su ser. El sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de su majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado.
Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado», o: «Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo»?
Y en otro pasaje, al introducir en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios.»
Evangelio: Juan 1, 1-18
En el principio ya existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo,
y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan:
éste venía como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que por él todos vinieran a la fe.
No era él la luz,
sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre.
Al mundo vino, y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a su casa,
y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron,
les da poder para ser hijos de Dios,
si creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre,
ni de amor carnal,
ni de amor humano,
sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne
y acampó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él
y grita diciendo:
«Este es de quien dije:
«El que viene detrás de mí
pasa delante de mí,
porque existía antes que yo.»»
Pues de su plenitud
todos hemos recibido,
gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés,
la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás:
el Hijo único, que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer.