«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena». Jn. 19,25
Sábado Santo, día del gran silencio de Dios, día orante y contemplativo, día intenso, vivido entre el dolor de la Cruz y el gozo de la Pascua. Día orante acompañando a la Madre, que aunque una espada le atravesaba el corazón, conservaba en él la promesa de la Resurrección, la Palabra del Hijo, que anidaba en su corazón: “Resucitaré al tercer día”.
Si el Viernes es la hora de Cristo, el Sábado es la Hora de María; la fe y la esperanza de la Iglesia se recogen en su corazón de Madre. Es el día de la gran soledad, no hay celebración litúrgica, es un día de silencio y meditación. La Iglesia se sumerge en la espera de la resurrección para contemplar el misterio de la muerte de Jesús y prepararnos a celebrar su victoria sobre la muerte. Velando al Amor.
La oración, es obsequio como perfume derramado, es compañía y es anhelo. Un grupo de mujeres se ponen en camino hacia la vida. La muerte no tiene la última palabra. El corazón enamorado les hace presentir lo que no ven. En el silencio les ha crecido el amor, “el callado amor”, que vela sin olvidar al Amado, que suspira por el encuentro, que barrunta ya la Pascua.
La iglesia nos invita a permanecer con María, a contemplar la sepultura de Jesús y permanecer en espera con Ella. El Sábado Santo está caracterizado por la austeridad en nuestras iglesias y por la sobriedad litúrgica. Pero, nos abre a la esperanza en la Resurrección y el Amor.
Espera con María al Amado, “que atisba ya por las ventanas, que viene jadeante al encuentro! Ya se oye su voz, ¡qué dulce es su voz en la oscuridad!. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía! ¡Ven a mí!”. La muerte ha sido vencida para siempre. Los inviernos ya han pasado; ahora “asoman ya los brotes de la viña, cantan las alondras y el perfume de las flores se extiende por el valle”.
La oración nos mantenga en vilo, la espera de la victoria final, acompañando a María, la Madre del Crucificado, que conservaba en su corazón, la fe y esperanza de la Resurrección del Hijo. Juan de la Cruz cantó este misterio de la noche gozosa de la Virgen María y de la Iglesia, de todos nosotros, en tono gozoso y de resurrección: “oh noche amable más que la alborada”.
María está junto a la cruz de Jesús. Sin palabras. Son sus gestos, sus manos, sus ojos, su silencio, los que hablan. Está allí porque ama mucho. “Junto a la cruz de Jesús estaba su Madre…” (Jn 19,25-27).
En este día sí hay un signo de veneración, la adoración de la Cruz. La Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, en espera orante de su Resurrección.
Oh María!, ésta es por excelencia tu noche. Mientras se apagan las últimas luces del sábado y el fruto de tu vientre reposa en la tierra, tu corazón también vela. Tu fe y tu esperanza miran hacia delante, vislumbran ya detrás de la pesada losa la tumba vacía, más allá del velo denso de las tinieblas, atisbando el alba de la Resurrección. Madre, haz que también velemos en el silencio de la noche, creyendo y esperando en la Palabra del Señor. Ya se oyen las palabras del Amado, siendo incapaz el sepulcro de esconderlas. Que la alegría de la resurrección, rompa nuestro silencio en Aleluyas.
“¡Dichosa tú, María, que has creído!, lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Verás a tu Hijo lleno de gloria y de triunfo, vencedor de la muerte. Virgen María, ruega para que todos tus hijos compartamos su misma gloria y encontremos en la plenitud de la luz y de la vida, a Cristo, primicia de los resucitados, que reina con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Hna. Luz María de Jesús, Carmelita Descalza (Salamanca)


