Aquél sábado, hoy para nosotros “sábado santo”, el corazón de la Madre guardaba la Pasión de su Hijo. Una espada atravesaba sus latidos. El sufrimiento visitó aquel mismo seno en el que la Encarnación vio su puerta. No fue cualquier sufrimiento, fue “el sufrimiento”. El sufrimiento que Jesús tomó voluntariamente para darnos la certeza de un amor que no queda vencido, que queda abierto para siempre en su costado para darnos vida. Es ese sufrimiento y dolor que nos pone a todos en el mismo lugar.
También María vivió la Pasión de su Hijo con todo el rigor que él recibió y que sus ojos contemplaron, pues, ¡qué maternidad entrañable no se hace una con el hijo de su seno! ¡Sí! María sufrió, pero “ese sufrimiento” no le fue impuesto. María, como su Hijo, como Madre y primera discípula, lo aceptó voluntariamente.
El monte, un lugar en el que la manifestación de Dios es revelada… ¡Qué diferencia el esplendor del monte Horeb, del Sinaí, del Tabor, al monte del Calvario! La manifestación del Calvario fue la definitiva. En todas se manifestó siempre el mismo: Jesucristo. Aquellas veces en figura pero, aquí, en la cima del Calvario nos amó hasta el extremo.
María también subió al monte, al monte en el que la gloria de Dios se manifestó de la forma más inesperada, en lo despreciable, ante quien se vuelven los rostros como dice el profeta Isaías.
Sí, María contempló el dolor, el horror pero, aunque una espada atravesara su alma, no atravesó su fe: ante el sufrimiento y la muerte, en su corazón latía la verdad, creía en lo que no se ve, en la vida de su Hijo.
El monte, un lugar en el que la manifestación de Dios es revelada… ¡Qué diferencia el esplendor del monte Horeb, del Sinaí, del Tabor, al monte del Calvario! La manifestación del Calvario fue la definitiva. En todas se manifestó siempre el mismo: Jesucristo. Aquellas veces en figura pero, aquí, en la cima del Calvario nos amó hasta el extremo.
María también subió al monte, al monte en el que la gloria de Dios se manifestó de la forma más inesperada, en lo despreciable, ante quien se vuelven los rostros como dice el profeta Isaías.
Sí, María contempló el dolor, el horror pero, aunque una espada atravesara su alma, no atravesó su fe: ante el sufrimiento y la muerte, en su corazón latía la verdad, creía en lo que no se ve, en la vida de su Hijo.
En este “Sábado Santo” esperemos, no en el monte, sino en el silencio del valle donde algo está por suceder: nuestros ojos verán la Vida y a su Autor en la gloria que ha vencido las tinieblas del mundo y que nos envuelve en la luz divina de los hijos de Dios.
¡María, María, Madre nuestra! Ven con nosotros y acompáñanos en este Sábado Santo con el amor de tu alma.
Hna. Samay Alina del Cordero Inmolado, Carmelita Descalza (Badajoz)