En la Hora del Hijo, cuando las tinieblas cubren de tristeza los corazones de los discípulos del Señor y las esperanzas se apagan al contemplar «… al que traspasaron» (Jn 19,37) derrotado en el patíbulo infame de la Cruz, en el silencio de Dios, una pequeña y ténue lámpara encendida de nuevo aceite, la de la Virgen prudente, ilumina en el camino de la fe a todos los peregrinos que por las veredas de la historia buscan encontrar, entre los pañales del pesebre y las vendas del sepulcro, la tumba vacía. Es la hora de la Madre, y de su mano deseamos adentranos en esta nueva aventura de fe.
El saberse abajar hacia ese mundo misterioso del que nos llegan los ecos de un sonido, agudo y grave, que tanto Dante, en la Divina Comedia, y el Quijote, en la cueva de Montesinos, describen con una melodia de dulce esperanza. Es un camino angosto y de dificil bajada, cuya cima solo se puede alcanzar cuando se acoge a María por Madre «Ahí tienes a tu madre» «Ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 27) y con Ella ponernos en camino hacia el «sepulcro de Dios y rescatarlo de creyentes e incrédulos, de ateos y deístas, que lo ocupan, y esperar allí, dando voces de suprema desesperación, derritiendo el corazón en lágrimas, a que Dios resucite y nos salve de la nada» (M. de Unamuno, Vida de D. Quijote y Sancho).
La Virgen Madre se convierte en el sábado santo en guía segura de esperanza. Por su fe inquebrantable y probada en el crisol del dolor, se iluminan los estrechos caminos que llevan a la contemplación del Dios Resucitado. Y para los que aún se ciegan por los trampantojos de imágenes, que sin luz propia, proyectan un brillo de aparente verdad, la Madre del silencio interior conduce, por las secretas cavernas del sentido, con su personal agonía al sepulcro donde se encierra la luz de la suprema Verdad. Llévanos Madre junto a ti, para que en todos los sábados de la historia siga prendida la llama de la fe, con la que se alumbren las oscuridades del mundo.
No dejes, Madre, de agonizar por tus hijos e hijas, apretados bajo el peso de la vida y prisioneros del materialismo que opaca el camino que conduce a Dios. Abre la puerta de tu misterio, Virgen Santa, y déjanos contemplar contigo al nacido virginalmente de tus entrañas, para que guiados por esa luminosa Estrella, vayamos con júbilo al encuentro del Resucitado.
Que las luchas interiores, los temores al vacío y la desesperada incredulidad que crean un paisaje desolador ante la muerte del Hijo de Dios, ya no tengan la última palabra. En la hora de la Madre, la noche brilla más que el sol.
«Canta la noche; arrulla el sueño dulce de los rendidos hijos de la vida
y en su regazo los acoge a todos
bajo una sola manta negra y suave. Sombra no se hacen entre sí los seres
ni luchan por la luz; todos se abrazan
en el regazo de la buena Madre» (M. de Unamuno)
Fr. Celedonio Martínez Daimiel, O.C.D.