Ana de Jesús, “capitana de las prioras”

15 Dic 2023 | Actualidad

Esta mujer (1545-1621) es una de las piezas fundamenta­les de la empresa teresiana. Sus setenta y seis años de vi­.da -treinta y siete hasta la muerte de Santa Teresa, trein­ta y nueve después-, vienen a ser uno de los puentes más importantes de transmisión del carisma cara a la historia. El primer tramo se caracteriza por haber compartido muy de cerca con la madre Fundado­ra, en sus doce años últimos, los momentos más decisivos en fijar el espíritu y la persona lidad de la Orden; en el segun­do llevó a cabo valientes deci­siones y abrió caminos de flo­reciente expansión de la Re­forma vía Francia – Paises Ba­jos.

Infancia y juventud

Ana Lobera Torres, de padre extremeño y madre vizcaína, nació en Medina del Campo. A los dos años perdía al padre; a los siete, la madre. La niña y un hermanito quedaban al cui­dado de la abuela materna.

Sorda y muda la pequeña has­ta esa edad, nadie supo quién ni cómo había manejado las llaves; el caso es que, cuando rompió a hablar se constató que Dios anduvo por dentro y que la razón estaba al día con precoz desarrollo y con buen archivo en la memoria.

Creció pizpireta y muy boni­ta. A los catorce años ponía bizcos a los muchachos de Medina y ponía el silencio en la calle. Era por ello torcedor de la abuelita, que pronto dio en tener listo el ajuar para casarla bien. Nunca supo que la nieta, desde los diez años, te­nía hecho voto de virginidad, lo que multiplicaba sus encan­tos de enamorada, cuyos des­denes enardecían aún más la codicia de tantos pretendien­tes. ¿No tendría mejor fortuna la abuela de Plasencia?

A los quince años, en aque­lla señorial ciudad extremeña la Lobera no tardó en armar el alboroto. Se la nombró con el piropo de «la reina de las mu­jeres» y en aquel concurso diario y permanente de belleza, no sólo nadie discutía su coro­na, pero es que se sucedían las guardias entre los mozos, que se las ingeniaban para merecerla. Colaboraban, codi­ciosos, mayores y familiares. La imperturbable castigadora de corazones les dejó a todos mustios y sin esperanzas cuando, una mañana de agos­to de 1570 se corrió la voz de que se había ido monja la no­che anterior. La protegían buen número de criados.

Carmelita descalza

A los veinticinco años se ha­cía carmelita en San José de Avila, primer monasterio que había fundado la madre Tere­sa ocho años antes. Traía bue­nos doblones, pero lo mejor del dote eran las cualidades y las esperanzas, de las que la madre Fundadora colgó desde el primer día un afecto singu­lar y la confianza de que sería de lo más útil para sus proyec­tos.

En noviembre de este año la Santa fundaba en Salamanca. Hizo venir desde Avila a Ana de Jesús. Camino del destino, pasando por Mancera, se co­nocieron la Lobera y fray Juan de la Cruz (en rodaje también de descalcez teresiana). Se en­cadenaron dos voluntades que, juntas, escribirán pági­nas densas en las fundacio­nes de Seas (Jaén), Granada y Madrid y, sobre todo, en el Cántico Espiritual, dedicado por el Doctor Místico a la ma­dre Ana de Jesús (1584). Desde 1575, cuando la madre Teresa la llevaba consigo a la primera fundación andaluza en Seas, Ana de Jesús ocupará de por vida el cargo de priora y estará en la brecha de protagonis­mos, iniciativas y contiendas. La retrata una expresión de in­quina de los demonios, ha­ciendo mote del apellido «Lo­bera»: «Acabemos de una vez con esta loba». Vale el símbo­lo para definir aquella noble y bella fiereza, el tesón y el inge­nio con los que arremetía las empresas más difíciles.

Capitana de las prioras

Un cuadro de la Venerable (Salamanca), la define mejor: «compañera de Santa Teresa, parecida en sus virtudes». La propia Santa ponderaba la re­cia estampa, la prudencia y los aciertos de la Lobera al frente de sus comunidades, di­ciendo que «estaba hecha pa­ra gobernar un imperio». Fray Angel Manrique, el mejor bió­grafo de la Venerable, escribe: «en su animazo no había cosa imposible». La llama también «caudillo de todas las monjas», aludiendo quizá al tí­tulo de «capitana de todas las prioras», con el que el provin­cial calzado de Castilla la ha­lagaba, tratando de ganársela para que entrase en su juego de reabsorber a los descalzos. Tal era la influencia y la figura clave de la madre Ana en 1580, en vida de la Santa.

En este preciso año la priora de Beas (anda por medio fray Juan) se ponía a la cabeza de la iniciativa de enviar a Roma a los padres Juan de Jesús (Roca) y Diego de la Trinidad (la primera expedición fraca­só, como fray Juan de la Cruz pronosticó en Almodóvar), pa­ra que clandestinamente y con habilidad tramitasen la obten­ción de un Breve de separa­ción de los descalzos en pro­vincia aparte de los calzados. La madre contribuyó con cien ducados. Resultó un éxito la operación. La primera en cele­brarlo fue la Santa. Manrique trae una carta que ésta escri­bió a la dinámica animadora del proyecto:

«Hija mía y corona mía; no me harto de dar gracias a Dios por la merced que me hizo en traerme a V.R. a mi religión … V.R., hija mía, es esta columna que nos guía, nos da luz y nos defiende (hizo alusión a la co­lumna del Exodo) … Más acer­tado ha sido todo lo que ha he­cho V.R. con esos religiosos, y bien parece está Dios en su al­ma, pues con tanta prisa y buenos términos hace cuanto hace».

El breve de separación fue ejecutado en el célebre Capí­tulo de Alcalá, en 1581. Santa Teresa se podía morir al año siguiente bien consolada pues dejaba a su Familia en­caminada hacia las metas de la Congregación y la Orden que luego fue. Ana de Jesús vi­vió intensamente todo el proceso y disfrutó como la que más y como quien, codo a co­do con los frailes más respon­sables, permaneció en un dis­creto puesto de dirección. En 1581 va a fundar a Granada y en 1586 fundaba en Madrid, siempre acompañada de San Juan de la Cruz.

Cuando la estridente y con­flictiva situación que entre las descalzas creó la Consulta del padre Nicolás Doria, Ana de Jesús (estimada y temida por éste) se puso a la cabeza de la protesta, pensando defender la autenticidad de las Leyes y del espíritu de la Santa. Cono­cedora de secretos y resortes diplomáticos, comprometien­do a fray Luis de León, su gran admirador y amigo, logró un Breve liberador (que el sagaz y prepotente Doria neutralizó).

La Consulta acusó el toque. Poco a poco se fue debilitando en su primigenia agresividad, no sin dejar en el camino de su retirada a víctimas tan ilustres como el propio san Juan de la Cruz, el padre Jerónimo Gra­cián, María de San José (Sala­zar) y a otros. La propia madre Ana tuvo que pagar su tributo con la humillante deposición del cargo de priora (Madrid) y con el posterior traslado a Sa­lamanca.

Es la madrina de la primera edición de las Obras de Santa Teresa (1588), confiada a fray Luis, gracias a la amistad en­tre los dos. Tan entrañable vin­culación se cuajó en ese mo­numento que es la Dedicatoria de dicha edición príncipe. Nunca se dijo ni quizá se diga cosa más profunda, bella y ca­liente de un retrato de la ma­dre Teresa que lo que el autor de Los Nombres de Cristo di­ce, a la vista de Ana de Jesús y de sus compañeras. En otra Dedicatoria de la Exposición del libro de Job, fray Luis se mira, como en otra alma geme­la en eso del temple en sopor­tar pruebas, en la de su grande amiga, a quien está dirigida.

Fundadora de Carmelos

Al principio de su «declara­ción», en el proceso para bea­tificar a santa Teresa, atesti­gua: «A la madre Teresa de Je­sús traté y me trató con fami­liaridad; que de vista o de pala­bra o por escrito … supe casi todas sus cosas». Con estas credenciales nos encamina­mos con ella por el otro tramo del puente, que son los 39 años en los que la madre Ana sobrevivió a la Santa y en com­pañía de la Beata Ana de San Bartolomé (vieja compañera y amiga en San José de Avila), llevó la reforma por tierras de Francia (1603) y de Flandes 1607). Desde ahí se cogerían esquejes para trasplantarla a Polonia, Inglaterra y, con el tiempo, a otras naciones y le­janos continentes.

No escribió libros o tratados como su compañera u otras carmelitas. Tampoco descri­bió sabrosas experiencias místicas, que las tuvo, como gran contemplativa que fue. Pero es buena representante de la oración en la acción o de ese activismo creador desde la caridad, que nunca ahoga a la vida interior; al revés, hace de la actividad un púlpito de convincente testimonio de la experiencia de Dios, gracias a los valores de fidelidad voca­cional, de sinceridad, de sim­patía y amistad, que prestan los mejores servicios a la obe­diencia v al carisma fundacio­nal. Lo acreditó ya la insigne maestra de la contemplación y de la actividad en oración, que es la madre Teresa de Jesús. Ana de Jesús moría embriaga­da de la gloria de la madre Fundadora, beatificada en 1614 y en vísperas de ser cano­n izada (1622).

Las Casas reales de Madrid y de París; la emperatriz María; los Archiduques Gobernado­res en los Países Bajos; ilus­tres profesores de Salamanca, incontables señores de la no­bleza y del pueblo, muchas vo­caciones, se sintieron imanta­dos y más cerca de Dios, gra­cias a la atracción de esta mu­jer, a la que la Orden del Car­men tanto le debe. Todavía en los días de Santa Teresita la silueta de la Venerable era fa­miliar entre las carmelitas francesas. El General De Gaulle, conmemorando una fecha del milenario catolicismo fran­cés, representado en Nótre Dame de París, hacía obse­quio de un autógrafo de Santa Teresa al Papa, pensando ren­dir tributo de gratitud a la Igle­sia y a las carmelitas hijas de esta Santa, ciudadanas ilus­tres de Francia y florones de su fe cristiana.

Aureolada de fama de santi­dad y con gran veneración (hasta con boato en sus fune­rales), se despedía de la histo­ria, estrenando inmortalidad, la Venerable, el día 4 de marzo de 1621 en Amberes.

Lucinio Ruano