Esta mujer (1545-1621) es una de las piezas fundamentales de la empresa teresiana. Sus setenta y seis años de vi.da -treinta y siete hasta la muerte de Santa Teresa, treinta y nueve después-, vienen a ser uno de los puentes más importantes de transmisión del carisma cara a la historia. El primer tramo se caracteriza por haber compartido muy de cerca con la madre Fundadora, en sus doce años últimos, los momentos más decisivos en fijar el espíritu y la persona lidad de la Orden; en el segundo llevó a cabo valientes decisiones y abrió caminos de floreciente expansión de la Reforma vía Francia – Paises Bajos.
Infancia y juventud
Ana Lobera Torres, de padre extremeño y madre vizcaína, nació en Medina del Campo. A los dos años perdía al padre; a los siete, la madre. La niña y un hermanito quedaban al cuidado de la abuela materna.
Sorda y muda la pequeña hasta esa edad, nadie supo quién ni cómo había manejado las llaves; el caso es que, cuando rompió a hablar se constató que Dios anduvo por dentro y que la razón estaba al día con precoz desarrollo y con buen archivo en la memoria.
Creció pizpireta y muy bonita. A los catorce años ponía bizcos a los muchachos de Medina y ponía el silencio en la calle. Era por ello torcedor de la abuelita, que pronto dio en tener listo el ajuar para casarla bien. Nunca supo que la nieta, desde los diez años, tenía hecho voto de virginidad, lo que multiplicaba sus encantos de enamorada, cuyos desdenes enardecían aún más la codicia de tantos pretendientes. ¿No tendría mejor fortuna la abuela de Plasencia?
A los quince años, en aquella señorial ciudad extremeña la Lobera no tardó en armar el alboroto. Se la nombró con el piropo de «la reina de las mujeres» y en aquel concurso diario y permanente de belleza, no sólo nadie discutía su corona, pero es que se sucedían las guardias entre los mozos, que se las ingeniaban para merecerla. Colaboraban, codiciosos, mayores y familiares. La imperturbable castigadora de corazones les dejó a todos mustios y sin esperanzas cuando, una mañana de agosto de 1570 se corrió la voz de que se había ido monja la noche anterior. La protegían buen número de criados.
Carmelita descalza
A los veinticinco años se hacía carmelita en San José de Avila, primer monasterio que había fundado la madre Teresa ocho años antes. Traía buenos doblones, pero lo mejor del dote eran las cualidades y las esperanzas, de las que la madre Fundadora colgó desde el primer día un afecto singular y la confianza de que sería de lo más útil para sus proyectos.
En noviembre de este año la Santa fundaba en Salamanca. Hizo venir desde Avila a Ana de Jesús. Camino del destino, pasando por Mancera, se conocieron la Lobera y fray Juan de la Cruz (en rodaje también de descalcez teresiana). Se encadenaron dos voluntades que, juntas, escribirán páginas densas en las fundaciones de Seas (Jaén), Granada y Madrid y, sobre todo, en el Cántico Espiritual, dedicado por el Doctor Místico a la madre Ana de Jesús (1584). Desde 1575, cuando la madre Teresa la llevaba consigo a la primera fundación andaluza en Seas, Ana de Jesús ocupará de por vida el cargo de priora y estará en la brecha de protagonismos, iniciativas y contiendas. La retrata una expresión de inquina de los demonios, haciendo mote del apellido «Lobera»: «Acabemos de una vez con esta loba». Vale el símbolo para definir aquella noble y bella fiereza, el tesón y el ingenio con los que arremetía las empresas más difíciles.
Capitana de las prioras
Un cuadro de la Venerable (Salamanca), la define mejor: «compañera de Santa Teresa, parecida en sus virtudes». La propia Santa ponderaba la recia estampa, la prudencia y los aciertos de la Lobera al frente de sus comunidades, diciendo que «estaba hecha para gobernar un imperio». Fray Angel Manrique, el mejor biógrafo de la Venerable, escribe: «en su animazo no había cosa imposible». La llama también «caudillo de todas las monjas», aludiendo quizá al título de «capitana de todas las prioras», con el que el provincial calzado de Castilla la halagaba, tratando de ganársela para que entrase en su juego de reabsorber a los descalzos. Tal era la influencia y la figura clave de la madre Ana en 1580, en vida de la Santa.
En este preciso año la priora de Beas (anda por medio fray Juan) se ponía a la cabeza de la iniciativa de enviar a Roma a los padres Juan de Jesús (Roca) y Diego de la Trinidad (la primera expedición fracasó, como fray Juan de la Cruz pronosticó en Almodóvar), para que clandestinamente y con habilidad tramitasen la obtención de un Breve de separación de los descalzos en provincia aparte de los calzados. La madre contribuyó con cien ducados. Resultó un éxito la operación. La primera en celebrarlo fue la Santa. Manrique trae una carta que ésta escribió a la dinámica animadora del proyecto:
«Hija mía y corona mía; no me harto de dar gracias a Dios por la merced que me hizo en traerme a V.R. a mi religión … V.R., hija mía, es esta columna que nos guía, nos da luz y nos defiende (hizo alusión a la columna del Exodo) … Más acertado ha sido todo lo que ha hecho V.R. con esos religiosos, y bien parece está Dios en su alma, pues con tanta prisa y buenos términos hace cuanto hace».
El breve de separación fue ejecutado en el célebre Capítulo de Alcalá, en 1581. Santa Teresa se podía morir al año siguiente bien consolada pues dejaba a su Familia encaminada hacia las metas de la Congregación y la Orden que luego fue. Ana de Jesús vivió intensamente todo el proceso y disfrutó como la que más y como quien, codo a codo con los frailes más responsables, permaneció en un discreto puesto de dirección. En 1581 va a fundar a Granada y en 1586 fundaba en Madrid, siempre acompañada de San Juan de la Cruz.
Cuando la estridente y conflictiva situación que entre las descalzas creó la Consulta del padre Nicolás Doria, Ana de Jesús (estimada y temida por éste) se puso a la cabeza de la protesta, pensando defender la autenticidad de las Leyes y del espíritu de la Santa. Conocedora de secretos y resortes diplomáticos, comprometiendo a fray Luis de León, su gran admirador y amigo, logró un Breve liberador (que el sagaz y prepotente Doria neutralizó).
La Consulta acusó el toque. Poco a poco se fue debilitando en su primigenia agresividad, no sin dejar en el camino de su retirada a víctimas tan ilustres como el propio san Juan de la Cruz, el padre Jerónimo Gracián, María de San José (Salazar) y a otros. La propia madre Ana tuvo que pagar su tributo con la humillante deposición del cargo de priora (Madrid) y con el posterior traslado a Salamanca.
Es la madrina de la primera edición de las Obras de Santa Teresa (1588), confiada a fray Luis, gracias a la amistad entre los dos. Tan entrañable vinculación se cuajó en ese monumento que es la Dedicatoria de dicha edición príncipe. Nunca se dijo ni quizá se diga cosa más profunda, bella y caliente de un retrato de la madre Teresa que lo que el autor de Los Nombres de Cristo dice, a la vista de Ana de Jesús y de sus compañeras. En otra Dedicatoria de la Exposición del libro de Job, fray Luis se mira, como en otra alma gemela en eso del temple en soportar pruebas, en la de su grande amiga, a quien está dirigida.
Fundadora de Carmelos
Al principio de su «declaración», en el proceso para beatificar a santa Teresa, atestigua: «A la madre Teresa de Jesús traté y me trató con familiaridad; que de vista o de palabra o por escrito … supe casi todas sus cosas». Con estas credenciales nos encaminamos con ella por el otro tramo del puente, que son los 39 años en los que la madre Ana sobrevivió a la Santa y en compañía de la Beata Ana de San Bartolomé (vieja compañera y amiga en San José de Avila), llevó la reforma por tierras de Francia (1603) y de Flandes 1607). Desde ahí se cogerían esquejes para trasplantarla a Polonia, Inglaterra y, con el tiempo, a otras naciones y lejanos continentes.
No escribió libros o tratados como su compañera u otras carmelitas. Tampoco describió sabrosas experiencias místicas, que las tuvo, como gran contemplativa que fue. Pero es buena representante de la oración en la acción o de ese activismo creador desde la caridad, que nunca ahoga a la vida interior; al revés, hace de la actividad un púlpito de convincente testimonio de la experiencia de Dios, gracias a los valores de fidelidad vocacional, de sinceridad, de simpatía y amistad, que prestan los mejores servicios a la obediencia v al carisma fundacional. Lo acreditó ya la insigne maestra de la contemplación y de la actividad en oración, que es la madre Teresa de Jesús. Ana de Jesús moría embriagada de la gloria de la madre Fundadora, beatificada en 1614 y en vísperas de ser canon izada (1622).
Las Casas reales de Madrid y de París; la emperatriz María; los Archiduques Gobernadores en los Países Bajos; ilustres profesores de Salamanca, incontables señores de la nobleza y del pueblo, muchas vocaciones, se sintieron imantados y más cerca de Dios, gracias a la atracción de esta mujer, a la que la Orden del Carmen tanto le debe. Todavía en los días de Santa Teresita la silueta de la Venerable era familiar entre las carmelitas francesas. El General De Gaulle, conmemorando una fecha del milenario catolicismo francés, representado en Nótre Dame de París, hacía obsequio de un autógrafo de Santa Teresa al Papa, pensando rendir tributo de gratitud a la Iglesia y a las carmelitas hijas de esta Santa, ciudadanas ilustres de Francia y florones de su fe cristiana.
Aureolada de fama de santidad y con gran veneración (hasta con boato en sus funerales), se despedía de la historia, estrenando inmortalidad, la Venerable, el día 4 de marzo de 1621 en Amberes.
Lucinio Ruano