Jesús vivo y Resucitado sigue presente, sobre todo, física e históricamente, en su Iglesia. Ella es su cuerpo, como dice san Pablo o la nueva y verdadera vid, como dice el mismo Jesús en el Evangelio de hoy. Como sabemos, esta denominación de viña o de vid es una de las metáforas usadas en la Escritura para referirse al pueblo de Dios. El mismo Jesús la usa «in extremis» en una de que tuvo que ser sus últimas parábolas (cfr. Mt 21,33-43) para hacer una llamada casi desesperada a la conversión y a abrir los ojos de los dirigentes del pueblo de Israel ante lo que iba a suceder, motivando, seguramente, la firma decisión de estos responsables políticos y religiosos para perseguirle y echarle de la viña, definitivamente. Quizá, pensaron, como escribió alguien, que podrían «librarse» para siempre de su Dios para ser «verdaderamente» libres, como muchos están convencidos hoy en día de haber logrado tras no se sabe ya cuantas revoluciones (y las que quedan). En cualquier caso, aquella Palabra, expresada por la propia boca de los dirigentes del pueblo, se cumplió: «Acabará con aquellos malvados y arrendará la viña a otros viñadores que le entreguen su fruto a su debido tiempo». Pero el cambio no fue de un pueblo infiel por otro fiel, sino algo mucho más radical y profundo: la nueva viña, la nueva vid es el mismísimo Hijo de Dios, que es también hijo del hombre. Como es «puerta del redil de las ovejas», es también la vid de la que nacen, arraigan y se sostienen los nuevos sarmientos, cada uno de los miembros del pueblo de Dios. Esta es la verdadera viña, que cuida el Padre. Él se ocupa de cada uno de los incorporados o crecidos en la vid para que den fruto, pues este dar fruto incluye el desarrollo personal, la realización como se dice hoy, de cada persona unida a Cristo gracias al bautismo. Para ello, lo poda, lo cura interiormente y, al extremo de que haya perdido por completo su propósito y no quiera dar fruto, lo arranca. Este cuidado, esta limpieza se produce gracias a la Palabra de Jesús, la que obra la verdad que es, juzga, discierne, cura el interior y el exterior de quienes se acercan a Él. Nuestra tarea es permanecer porque lejos de Él no hay desarrollo como cristianos ni, seguramente, como personas. Jesucristo es el Nuevo Hombre, la piedra sobre la que se asienta la nueva humanidad y la nueva creación y estamos en comunión con Él de un modo vital. Nacidos e incorporados a Jesús por el bautismo, los demás sacramentos nos van «perfeccionando», llevando poco a poco a la comunión plena con toda esta vida, esto es, a «dar fruto», a sacar provecho de nuestra vida en todos los sentidos, a aprovecharla del mejor modo posible en el amor y servicio a los demás, los hermanos y también a todos, para dar testimonio de que todo estamos llamados a formar parte de esta vid, así como todos somos ovejas «potenciales» de este redil. Y, al contrario, separarse de Cristo, de la vid, es desperdiciarse, a la larga, derrocharse pero para nada. Y esto puede pasar incluso cuando «formalmente», exterior o subjetivamente, nos creemos todavía unidos a la vid pero no lo estamos porque no vivimos realmente como lo interior nos invita a hacerlo. Si es el caso, dejémonos podar, limpiar para ser sarmientos, miembros dignos de la viña del Señor, lo que no significa ser ya perfectos o puros sino confiar en la gracia y misericordia de Dios en Jesucristo.
Primera lectura: Hechos de los apóstoles 9, 26-31
En aquellos días, llegado Pablo a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo, porque no se fiaban de que fuera realmente discípulo. Entonces Bernabé se lo presentó a los apóstoles.
Saulo les contó cómo había visto al Señor en el camino, lo que le había dicho y cómo en Damasco había predicado públicamente el nombre de Jesús.
Saulo se quedó con ellos y se movía libremente en Jerusalén, predicando públicamente el nombre del Señor. Hablaba y discutía también con los judíos de lengua griega, que se propusieron suprimirlo. Al enterarse los hermanos, lo bajaron a Cesarea y lo enviaron a Tarso.
La Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria. Se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor, y se multiplicaba, animada por el Espíritu Santo.
Segunda lectura: 1Juan 3, 18-24
Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras.
En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo.
Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios. Y cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacernos lo que le agrada.
Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó.
Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por Espíritu que nos dio.
Evangelio: Juan 15, 1-8
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador.
A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.
Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mi no podéis hacer nada.
Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará.
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»