En Adviento recordamos que el camino cristiano parte de la primera venida del Señor y avanza, atravesando montañas, valles y mucha llanura, hacia el encuentro definitivo con Él en su segunda y definitiva aparición. Esto significa que cuando mejor conocemos y celebramos la primera, más nos estamos centrando en el camino que conduce a la segunda, ese estar para siempre con Cristo, y con la humanidad que le sigue y se ha dejado redimir y conducir al Reino. Y clave en este primera venida, y por tanto en la segunda, es la palabra de los profetas, por eso los leemos tan abundatemente en este tiempo. Y entre todos ellos, la palabra del último de ellos, y el «más grande entre los nacidos de mujer», como dijo el mismo Jesús: Juan el Bautista. Su aparición en este momento clave que predeció a la entrada de Cristo en el mundo y nuestra realidad, señaló la cercanía de la misma intervención definitiva de Dios, siempre precedida de un anuncio. Su figura austera y esencial apareció en el desierto de Judea y comenzó a hablar en la estela del gran Isaías (primera lectura), definiéndose a sí mismo como «la voz que grita en el desierto» y que invita a preparar el camino que trae al Señor entre nosotros, esto es, decir otra vez cómo es imprescincible acoger la acción de Dios para que esta pueda afectarnos en la práctica. Su apariencia es la misma imagen de profecía, al servicio a la Palabra de Dios. Y pocos necesitan más para entender: es preciso cambiar de camino –convertirse– para encontrar y permitir la acción de Dios que viene de manera conocida y, al mismo tiempo, inaudita. Juan confirma su decisión con un bautismo que en sí mismo no es más que el reflejo de la necesidad humana de cambio, de renovación, de verdad, de vida. A la vista de los que acuden, Juan no abronca a los pecadores públicos sino a quienes sabe que lo han hecho por las apariencias, por miedo o al castigo inminente (el qué dirán) o el futuro (por si acaso es verdad el anuncio). Les asegura que de nada servirán cargos, títulos, decretos o imaginaciones, que será necesario un cambio radical de vida para escapar esta vez de lo que viene, pues llega la Verdad. O mejor, para que el remedio de Quien Viene, que es el verdadero bautismo, el que hace participar de la vida misma de Dios, el Espíritu Santo. Por eso es tan importante esta conversión y no es como las otras: porque se trata del fin, de subirse o no al carro del mesías o dejarlo pasar y rechazarlo. De ahí también la dureza de las advertencias, porque no tenemos más que esta vida para jugárnosla y de esta decisión depende nuestra felicidad, plenitud y vida para siempre.
Aquel día,
brotará un renuevo del tronco de Jesé,
y de su raíz florecerá un vástago.
Sobre él se posará el espíritu del Señor:
espíritu de prudencia y sabiduría,
espíritu de consejo y valentía,
espíritu de ciencia y temor del Señor.
Le inspirará el temor del Señor.
No juzgará por apariencias
ni sentenciará sólo de oídas;
juzgará a los pobres con justicia,
con rectitud a los desamparados.
Herirá al violento con la vara de su boca,
y al malvado con el aliento de sus labios.
La justicia será cinturón de sus lomos,
y la lealtad, cinturón de sus caderas.
Habitará el lobo con el cordero,
la pantera se tumbará con el cabrito,
el novillo y el león pacerán juntos:
un muchacho pequeño los pastorea.
La vaca pastará con el oso,
sus crías se tumbarán juntas;
el león comerá paja con el buey.
El niño jugará en la hura del áspid,
la criatura meterá la mano
en el escondrijo de la serpiente.
No harán daño ni estrago
por todo mi monte santo:
porque está lleno el país
de ciencia del Señor,
como las aguas colman el mar.
Aquel día, la raíz de Jesé
se erguirá como enseña de los pueblos:
la buscarán los gentiles,
y será gloriosa su morada.
Segunda lectura: Romanos 15,4-9
Hermanos:
Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza.
Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, os conceda estar de acuerdo entre vosotros, según Jesucristo, para que unánimes, a una voz, alabéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
En una palabra, acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios. Quiero decir con esto que Cristo se hizo servidor de los judíos para probar la fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas hechas a los patriarcas; y, por otra parte, acoge a los gentiles para que alaben a Dios por su misericordia. Así, dice la Escritura:
«Te alabaré en medio de los gentiles
y cantaré a tu nombre. »
Evangelio: Mateo 3, 1-12
Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando:
–«Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo:
«Una voz grita en el desierto:
«Preparad el camino del Señor,
allanad sus senderos.»»
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre.
Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo:
–«¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente?
Dad el fruto que pide la conversión.
Y no os hagáis ilusiones, pensando: «Abrahán es nuestro padre», pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras.
Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego.
Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias.
Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga.»