En este tiempo de Adviento «reiniciamos» la vivencia de nuestra fe, revivimos el comienzo que es, precisamente, el final, como decíamos. Se trata, en definitiva de reconocer que el principio y la continuación, por tanto, de la vida de fe está en la iniciativa de Dios, en acoger, siempre, su venida y aprender de cómo vino en la historia para entender como nos alcanza cada día y cómo tenemos que seguirlo a lo largo de la vida. En este proceso vamos discurriendo desde el recordatorio de la segunda venida de Cristo, que esperamos, a la primera, que celebramos. En medio del proceso está la figura de Juan el Bautista, que ya nos fue presentada el domingo anterior. Hoy el Evangelio abunda en su persona y su misión. Se le califica de testigo de la luz que está por aparecer con la misión de llevarnos a todos a esta luz, de hacernos caer en la cuenta de que brillará, que brilla ya en medio nuestro. Se deja también muy claro que él no era la luz sino solo su testigo. Y así lo atestigua él mismo ante la «comisión» que le envían los dirigentes religiosos de Israel. En primer lugar, Juan es él mismo, no es Elías redivivo ni necesita ser la reencarnación de nadie. Eso sí, se define y hace suya la tradición de la profecía, que es la misma Palabra de Dios, que le ha llamado y a quien sirve. Con esta luz que le da la Palabra misma sabe que es voz que llama a acoger, la salvación concreta e histórica que está a punto de llegar y manifestarse. Como en el desierto del Sinaí, como en el desierto de Babilonia, ahora, en el desierto de la increencia de Israel (y la nuestra) se manifiesta de nuevo la Palabra. Todo lo que Juan hace está en función de esta misión: su bautismo de agua pide la conversión necesaria para comprender y acoger a quien viene. Porque también les deja claro que la intervención de Dios en la historia que viene es Alguien, y ya lanzado, les revela que este Alguien es el Esposo, el Amigo, como decía también Teresa de Jesús, Aquél que tiene todo el derecho –Juan no lo tiene– de desposar al pueblo de los creyentes, esto es, de introducirlos en la misma vida de Dios.
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque el Señor me ha ungido.
Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren,
para vendar los corazones desgarrados,
para proclamar la amnistía a los cautivos,
y a los prisioneros la libertad,
para proclamar el año de gracia del Señor.
Desbordo de gozo con el Señor,
y me alegro con mi Dios:
porque me ha vestido un traje de gala
y me ha envuelto en un manto de triunfo,
como novio que se pone la corona,
o novia que se adorna con sus joyas.
Como el suelo echa sus brotes,
como un jardín hace brotar sus semillas,
así el Señor hará brotar la justicia
y los himnos ante todos los pueblos.
Segunda lectura: 1Tesalonicenses 5, 16-24
Hermanos:
Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros.
No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con lo bueno.
Guardaos de toda forma de maldad. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo.
El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.
Evangelio: Juan 1, 6-8. 19-28
Surgió un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan:
éste venía como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que por él todos vinieran a la fe.
No era él la luz,
sino testigo de la luz.
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran:
– «¿Tú quién eres?»
Él confesó sin reservas:
– «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron:
– «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»
El dijo:
– «No lo soy.»
– «¿Eres tú el Profeta?»
Respondió:
– «No.»
Y le dijeron:
– «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó:
– «Yo soy la voz que grita en el desierto: «Allanad el camino del Señor», como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron:
– «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió:
– «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.