Seguimos leyendo y celebrando este hermoso texto del sermón de la montaña, en la versión de Mateo evangelista, y no hay que perder de vista cuando lo escuchamos y queremos entenderlo el contexto en que se pronuncia. Recordamos que Jesús, de modo muy solemne, subió a ese monte, se sentó rodeado de sus discípulos y «abrió su boca» para hablar todas estas palabras. Es decir, se trata de palabras muy importantes que siempre han de tenerse en cuenta, como ya vimos con las bienaventuranzas para comprender el propósito de Jesús. Y Él las pronuncia entre los suyos, con los suyos y para todos, hacia el mundo, hacia todas las épocas. Son la proclamación del Evangelio, afirman la llegada efectiva y definitiva del reinado de Dios (de los cielos, dice siempre Mateo) entre nosotros. No es una simple declaración de intenciones sino el anuncio de que la fuerza vida de Dios se encuentra y actúa en este mundo y esta historia y lo hace contando con aquellos hombres y mujeres, y con los creyentes de todos los tiempos, hasta llegar a a nosotros. La acción de Dios, se nos dice hoy, brilla, ilumina y, además, da sabor, el verdadero sabor a la existencia. Esto es, su sentido y la alegría que proporciona conocer qué hacemos aquí y, sobre todo, hacia donde nos encaminamos, de qué nos sirve el trabajo, el servicio, el amor, y porqué todo eso, transformado en lucha positiva como cantaban las bienaventuranzas (los mansos, los que sufren por la verdad y la justicia, los misericordiosos, los pacíficos y pacificadores, los perseguidos todos) recibe la aprobación y la ayuda efectiva de Dios. Pues para eso ha venido entre nosotros, no para mantener una «equidistancia» entre el bien y el mal, sino a ponerse por completo del lado de aquellos que luchan por la verdad y el verdadero cambio de personas y estructuras. De cara a los discípulos, hacia nosotros, el haber creído y acogido esta acción divina (la persona de Jesús) nos hace ser «sal y luz», es decir, quiere transformar nuestras vidas en testimonio vivo y efectivo de lo que Dios está obrando, de ese apoyo verdadero que proporciona a todos los que luchan por el crecimiento de este reinado inaugurado por Jesús, sus obras y palabras. La vida de los discípulos es así «luz» pero también «sal», esto es, no solo brilla sino que también mantiene, sostiene, conserva lo ya realizado por Dios en cada uno, muestra que no es algo sentimental o «flor de un día» o continuo adanismo (recomienzo) sino real transformación del hombre y, por tanto, del mundo. Es la comunidad la que es, a la vez, sal y luz, como el propio Jesús, no solo con sus obras y vidas personales sino también con su comunión real y efectiva, con su unión en torno al Maestro.
Primera lectura: Isaías 58, 7-10
Así dice el Señor:
«Parte tu pan con el hambriento,
hospeda a los pobres sin techo,
viste al que ves desnudo,
y no te cierres a tu propia carne.
Entonces romperá tu luz como la aurora,
en seguida te brotará la carne sana;
te abrirá camino la justicia,
detrás irá la gloria del Señor.
Entonces clamarás al Señor,
y te responderá;
gritarás, y te dirá:
«Aquí estoy. »
Cuando destierres de ti la opresión,
el gesto amenazador y la maledicencia,
cuando partas tu pan con el hambriento
y sacies el estómago del indigente,
brillará tu luz en las tinieblas,
tu oscuridad se volverá mediodía.»
Segunda lectura: 1Corintios 2, 1-5
Yo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado.
Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
Evangelio: Mt 5,13-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
–«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero sí la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»