«Un escriba que entiende del reino de los cielos»

29 Jul 2023 | Evangelio Dominical

El discurso de las parábolas del Evangelio de Mateo concluye con tres parabolas que abarcan, de un solo vistazo, esta realidad de la acción viva de Dios en la realidad, la historia y las personas. Jesús compara la irrupción del reino de Dios con un tesoro que estaba escondido y, de repente, es encontrado y este hecho supone un impacto tal como para ocasionar que quien lo encuentra se deshaga de todo lo demás con tal de conseguirlo. La segunda tiene el mismo mensaje nuclear: encontrar la acción de Dios en Jesús, en el reino que irrupe a través de sus palabras y gestos, significa, primero, una gran alegría, y segundo, implica el movimiento de dejar o posponer todo lo que se tiene con tal hacerse con lo recién descubierto. Ambas parábolas se refieren al momento en que nos damos cuenta de lo que significa realmente la acción y la palabra de Jesús, de las implicaciones que tiene en la vida. Se nos señala también cómo se debe acoger este reino, esta acción. En primer lugar, es uan experiencia de alegría, de plenitud, de haber encontrado lo que realmente se estaba buscando en el fondo mismo del alma. También se dice que no es algo evidente este descubrimiento; que sucede sí, pero que que buscar, excavar, discernir mucha realidad para llegar a toparnos con esta sorpresa. Se trata, además, de que esa alegría, esa impresión de haber encontrado realmente lo que se estaba buscando es lo que más empuja para poder adquirirlo, para tomar las decisiones que sean necesarias que lo hagan nuestro y que tienen que ver con preferir, desprendernos de todo lo que no sea o sirva a lo descubierto con el fin de poder adquirirlo con toda nuestra riqueza. Es decir, que percibir e interpretar correctamente la acción de Dios en Jesús equivale a posponer todo lo que tengamos en la vía para participar de ella. Este hecho, la acogida a su verdadero coste de lo que hace Dios en Jesús no dirime de antemano la cuestión del fin o fruto de este proceso como dice la última de las parábolas. Viene a decir que, por otro lado, el reino es también como esa red que pesca todo lo que puede, que intenta recoger todo lo que encuentra (y se deja atrapar) y que la cuestión de quien ha respondido o hecho fructificar la gracia, el don, el regalo se dirime solamente al final de la vida, y al final de los tiempos. Eso sí: toda la inmensa misericordia de Dios no nos bastará si decimos que no, si no aprovechemos el tiempo para cambiar de verdad, para hacer nuestra la salvación. Y esto no solo porque Dios no quiere forzarnos ni obligarnos (no está en su naturaleza) sino también porque no serviría de nada. Una especie de «aprobado» sin merecerlo, es decir, una vida nueva que realmente no lo sería, sino una imposición, aunque fuera lo mejor o lo único frente al «horno encendido». No se está diciendo que el mero «miedo» (atricción) a perderse nos sea suficiente o, al menos, un buen comienzo, sino que todo esto ha de tenerse claro antes del fin del tiempo y que vengan los ángeles a poner las cosas (y a nosotros) en su sitio. El discurso concluye con un dicho que refleja una vez más la verdad y el realismo de la propuesta de Jesús y su Evangelio: no se trata de destruir, de desautorizar, de «adanismo» en una palabra. La iglesia es familia y así los «padres» deben ser como ese escriba que sabe sacar siempre lo positivo, lo que vale y sirve en toda tradición, en lo viejo, aunque dando también su auténtico valor a lo nuevo, sabiendo Quién está detrás de lo uno y de lo otro.

Primera lectura: 1Reyes 3, 5. 7-12

Segunda lectura: Romanos 8, 28-30

Evangelio: Mateo 13, 44-52