«Tomad, esto es mi cuerpo»

2 Jun 2024 | Evangelio Dominical

El domingo pasado celebrábamos la revelación del misterio de Dios, escondido desde siempre, en la vida y misión de Jesucristo, especialmente en su muerte y resurrección. Hoy celebramos y revivimos, como cada vez que compartimos la Eucaristía, que este misterio está entre nosotros y que nos pudimos unir a él, que Jesús, el Señor, se hace muy especialmente presente en este Sacramento, que es el corazón de todos y de la iglesia misma. Nuestra iglesia, una, santa, católica y apostólica, lo es y sigue siendo, precisamente, porque guarda la fe en Cristo, esto es, sigue creyendo en su Presencia viva, tiene en ella, por la gracia y el don explícito de Dios, el misterio de la Eucaristía. No se trata, pues, de recuerdos de Jesús y los suyos, de hacerlo presente en espíritu, de mantenerlo vivo en nuestros corazones. Es lo contrario: es Él quien se hace presente y nos hace revivir y recordar lo que hizo y sigue haciendo en nuestras vidas; Él sustenta nuestra oración en su propia oración de entrega y glorificación del Padre. Este misterio de su Presencia es el corazón de la alianza (primera lectura): el Señor se da y el hombre responde con la oración y el sacrificio, reconociendo su salvación y su soberanía sobre nuestra vida y sociedad. Es la sangre de las víctimas la que consagra y da realidad a lo pactado, lo que permite al hombre también responder a Dios. Pero todo esto era una imagen, un adelanto de lo que sería el don definitivo de Dios. En la nueva alianza se da el mayor de todos los sacrificios, el único que, de verdad, reúne de nuevo y para siempre al hombre y a Dios, separados por el pecado y su trayectoria. Jesús mismo, en la última cena con los suyos, adelantó y compartió el sacrificio que iba a culminar su vida. Desde aquel momento, en su Palabra, el pan y el vino que presentamos, se transforman (se trasustancian) en su Cuerpo y su Sangre, su Persona entera ofrecida a Dios para recuperarnos. Unas horas después, se cumpliría, en la Cruz, esta entrega total y al tercer día, la resurrección completaría la reconexión entre lo humano y divino, el cielo y la tierra. El cuerpo y la sangre ofrecidos de Cristo resucitan (‘tengo poder para entregar mi vida y para recuperarla’); es la obra de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la única voluntad del Dios verdadero lleva hasta el final y su feliz conclusión la historia del Hijo encarnado. Y es todo eso que revivimos, en el tiempo y la historia, personal y comunitaria: el misterio pascual es el misterio central que guarda y valora, por encima de todo, nuestra iglesia. Es su corazón, la gran fuerza y el motor que está cambiándonos a nosotros y a este mundo. Y es también la gran oración de la iglesia y madre y criterio de todos las demás oraciones, su propio sacrificio, inseparable ya del de Cristo. La iglesia ha rodeado las Palabras de Cristo de una hermosa oración, que tiene sus raíces en los apóstoles, una oración de bendición y acción de gracias, la Eucaristía, que realiza todo lo afirmado. La Eucaristía nos reafirma en la Presencia continua del Señor –cada sagrario, cada iglesia, nos la recuerda–, misteriosa pero real, sosteniendo la entrega diaria de nuestra vida.

Primera lectura: Éxodo 24, 3-8

Segunda lectura: Hebreos 9, 11-15

Evangelio: Marcos  14, 12-16. 22-26