El domingo pasado celebrábamos la revelación del misterio de Dios, escondido desde siempre, en la vida y misión de Jesucristo, especialmente en su muerte y resurrección. Hoy celebramos y revivimos, como cada vez que compartimos la Eucaristía, que este misterio está entre nosotros y que nos pudimos unir a él, que Jesús, el Señor, se hace muy especialmente presente en este Sacramento, que es el corazón de todos y de la iglesia misma. Nuestra iglesia, una, santa, católica y apostólica, lo es y sigue siendo, precisamente, porque guarda la fe en Cristo, esto es, sigue creyendo en su Presencia viva, tiene en ella, por la gracia y el don explícito de Dios, el misterio de la Eucaristía. No se trata, pues, de recuerdos de Jesús y los suyos, de hacerlo presente en espíritu, de mantenerlo vivo en nuestros corazones. Es lo contrario: es Él quien se hace presente y nos hace revivir y recordar lo que hizo y sigue haciendo en nuestras vidas; Él sustenta nuestra oración en su propia oración de entrega y glorificación del Padre. Este misterio de su Presencia es el corazón de la alianza (primera lectura): el Señor se da y el hombre responde con la oración y el sacrificio, reconociendo su salvación y su soberanía sobre nuestra vida y sociedad. Es la sangre de las víctimas la que consagra y da realidad a lo pactado, lo que permite al hombre también responder a Dios. Pero todo esto era una imagen, un adelanto de lo que sería el don definitivo de Dios. En la nueva alianza se da el mayor de todos los sacrificios, el único que, de verdad, reúne de nuevo y para siempre al hombre y a Dios, separados por el pecado y su trayectoria. Jesús mismo, en la última cena con los suyos, adelantó y compartió el sacrificio que iba a culminar su vida. Desde aquel momento, en su Palabra, el pan y el vino que presentamos, se transforman (se trasustancian) en su Cuerpo y su Sangre, su Persona entera ofrecida a Dios para recuperarnos. Unas horas después, se cumpliría, en la Cruz, esta entrega total y al tercer día, la resurrección completaría la reconexión entre lo humano y divino, el cielo y la tierra. El cuerpo y la sangre ofrecidos de Cristo resucitan (‘tengo poder para entregar mi vida y para recuperarla’); es la obra de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la única voluntad del Dios verdadero lleva hasta el final y su feliz conclusión la historia del Hijo encarnado. Y es todo eso que revivimos, en el tiempo y la historia, personal y comunitaria: el misterio pascual es el misterio central que guarda y valora, por encima de todo, nuestra iglesia. Es su corazón, la gran fuerza y el motor que está cambiándonos a nosotros y a este mundo. Y es también la gran oración de la iglesia y madre y criterio de todos las demás oraciones, su propio sacrificio, inseparable ya del de Cristo. La iglesia ha rodeado las Palabras de Cristo de una hermosa oración, que tiene sus raíces en los apóstoles, una oración de bendición y acción de gracias, la Eucaristía, que realiza todo lo afirmado. La Eucaristía nos reafirma en la Presencia continua del Señor –cada sagrario, cada iglesia, nos la recuerda–, misteriosa pero real, sosteniendo la entrega diaria de nuestra vida.
Primera lectura: Éxodo 24, 3-8
En aquellos días, Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y todos sus mandatos; y el pueblo contestó a una:
– «Haremos todo lo que dice el Señor.»
Moisés puso por escrito todas las palabras del Señor. Se levantó temprano y edificó un altar en la falda del monte, y doce estelas, por las doce tribus de Israel. Y mandó a algunos Jóvenes israelitas ofrecer al Señor holocaustos, y vacas como sacrificio de comunión. Tomó la mitad de la sangre, y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después, tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió:
– «Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos.»
Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo:
–«Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos.»
Segunda lectura: Hebreos 9, 11-15
Hermanos:
Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Su tabernáculo es más grande y más perfecto: no hecho por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado.
No usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna.
Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar con las cenizas de una becerra tienen el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo.
Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.
Evangelio: Marcos 14, 12-16. 22-26
El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:
– «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?»
Él envió a dos discípulos, diciéndoles:
– «Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde esta la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos7′
Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.»
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición lo partió y se lo dio, diciendo:
– «Tomad, esto es mi cuerpo.»
Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la
dio, y todos bebieron.
Y les dijo:
– «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.»
Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.