«Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido»

30 Ago 2025 | Aventuremos la Vida, Evangelio Dominical

Jesús aprovechaba cada encuentro y cada momento en este viaje que hace, subiendo a Jerusalén, para enseñar con su autoridad única, que viene directamente de Dios. Así, aprovecha también estos encuentros para comunicarnos su Palabra, la luz que tiene que iluminar nuestro camino. El Evangelio nos lo presenta hoy invitado a comer en casa de uno de los principales fariseos; para Él, las comidas eran un lugar especial para compartir y enseñar en confianza o no, como estaba vez, donde el evangelista señala que los que lo acompañaban «lo estaban espiando». Pero Él siempre habla la verdad que nos sirve a nosotros para ser mejores, para caminar tras sus pasos. Jesús, como los sabios del Antiguo Testamento (primera lectura) enseña el camino de Dios a partir de lo que observa. Esta vez se trata de la prueba práctica de las denuncias que ha hecho sobre los fariseos en otros contextos cuando señalaba que solo viven de apariencias: lo primero que hacen al entrar es ir a por los primeros puestos. Debían conocer lo que decía el Eclesiástico: «cuanto más grande seas, más debes humillarte» pero claramente practican lo contrario. En vez de echárselo en cara directamente, les cuenta una parábola para que ellos mismos vean que supuestos hombres de Dios, y realmente toda aquella persona con un poco de sentido común, no se pone a buscar directamente los mejores puestos, altamente convencidos como están de su «grandeza» e importancia. Ciertamente es prudencia humana no darse esos humos y ponerse en situación de recibir un desprecio más que un aprecio. Parece lógico y suena sensato pero por lo que sea, casi siempre, como los fariseos, tenemos una alta opinión de nosotros mismos y más ahora, con todos esos mensajes de la falsa religión estatal que nos acosan diciendo que «tenemos derecho» a todo, aunque no todos, más bien unos más que otros, que aspiremos a lo más grande, a los primeros puestos, independientemente de quiénes seamos y cuáles sean nuestro verdadero valor o aptitudes. Jesús parte y vive realmente lo que decía la primera lectura: «grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes». Él tenía en sí el poder de Señor pero no actuaba con arrogancia ni amenazaba a nadie, al contrario: hasta el último instante estuvo enseñando y llamando a conversión (a que caigamos en la cuenta de que seguimos un camino equivocado) y afrontó por último la muerte para manifestar cómo actúa realmente Dios. Y también ha experimentado que son los humildes, los verdaderamente pobres los que lo acogen, comprenden y caminan con Él en este camino de renovación (cfr. Lc 10,21). Es decir, que solo el humilde, el que conoce su lugar en esta vida, es quien acepta la salvación, la luz de Dios y, por tanto, puede auténticamente crecer hasta llegar a su máximo potencial, a la meta fijada por el mismo Dios y que es compartir su misma vida y eternidad. Ese es verdaderamente el mejor puesto pero no se consigue con la arrogancia sino con la humildad y la verdad, con razón Teresa de Jesús la definió como «andar en verdad» y hablaba de ella como la virtud decisiva para ganarse definitivamente el favor de Dios, para entrar en el ámbito de su máxima confianza. En definitiva, se trata de la primera bienaventuranza: «Dichosos los pobres porque vuestro es el reino de Dios». Y este conocer nuestro lugar en la mesa y en la vida implica no actuar con los demás por interés, invitando no a quienes nos lo pueden devolver sino, precisamente, a quienes no, porque es lo que ha hecho, lo que hace Dios mismo, en Cristo, con cada uno de nosotros.