Seguimos celebrando y reflexionando el discurso del Pan de Vida de Jesús. Los que contemplaron el Signo de la multiplicación de los panes y los peces pero no entendieron, tienen la oportunidad dada por el mismo Jesús de reflexionar sobre lo sucedido. Jesús les hizo ver que buscaban en el Signo simplemente lo material, llenar el vientre, un reino de Dios en este mundo, el paraíso terrenal revivido, sin hambre, dolor ni muerte. Jesús les hizo ver que no había venido para eso sino que había mucho más juego y que su Signo señalaba lo que Dios realmente quiere darnos y también, y este es el problema mayor, que nos lo quiere dar en el mismo Jesús, en sus palabras, sus gestos y su misma Persona. Así, cuando Jesús, al fin del fragmento anterior, se identificaba con el Pan de vida bajado del cielo, enviado y regalado por Dios, los que le escuchan lo entienden muy bien y por eso le replican que Él no es más que Jesús, y que conocen a sus padres, a su familia, que no hay misterio ninguno en Él. No puede andar diciendo, pues, ahora, que ha bajado del cielo. Jesús responde yendo a la raíz de su falta de fe: hace falta algo más que un juicio humano para caer en la cuenta de la verdad sobre Él: nadie puede creer en su Persona si no le ayuda el Padre, si no lo atrae hasta su realidad humana el mismo que ha enviado a Jesús. En esta primera parte del discurso se está hablando del Pan de Vida como la Palabra viva de Dios que, en Jesús, ha bajado efectivamente del cielo. Y así se refiere aquí a lo decisiva que es la enseñanza, de la Palabra misma, de la revelación, en este proceso de atracción orquestado por Dios mismo y que lleva al creyente a creer, a ver en Jesús su verdadera realidad y a adherirse a su Persona. Y esto significa que Jesús puede darle lo que ha venido a dar, la vida eterna misma. Pero el discurso sigue hablando de cómo es el Padre quien, personalmente, enseña al creyente a discernir en el hombre Jesús a su propio Hijo enviado para la salvación de todos. Está en las profecías: todos serán discípulos de Dios cuando se cumplan sus promesas. Y así todo el que escuche al Padre y aprende, comprende, llega a Jesús y conoce quién es. Pero, a la vez, escuchar al Padre realmente es haber escuchado a Jesús, ya que Él es el único que ha visto al Padre y puede dar verdadero testimonio acerca de su Hijo. No se trata de liar el asunto o de un círculo vicioso sino del proceso cómo accedemos a la fe: viendo y escuchando a Jesús y comprendiendo en el corazón, gracias a la intervención del Padre, quien es, «venimos a Él», es decir, creemos y podemos hacer camino tras sus pasos, con Él. Y esta comunión de vida es el presagio mismo de la vida eterna que ha venido a compartir con nosotros. Por eso ha dicho Jesús que es el Pan vivo que ha bajado del cielo y que comerle a Él, esto es, aquí creerle, seguir sus pasos efectivamente, es el camino de la vida eterna. No basta con el pan anterior, el pan de Israel o la Palabra dada al pueblo elegido; es necesaria la Persona de Jesús, creerle, acogerle, seguir efectivamente sus pasos. Escuchando la Palabra, en esta celebración y siempre, y creyéndola, abriéndonos a la gracia de la fe que el Padre mismo pone en nuestro corazón, es como entendemos que Cristo mismo es nuestro alimento que lleva, realmente, a la vida eterna. El texto finaliza anunciando la segunda parte del discurso: este Pan, Jesús mismo, es su propia carne, que se entrega para la vida del mundo. Hay aquí mucho más que la Palabra, que la enseñanza. A la Misa didáctica, la celebración y acogida de la enseñanza de Dios en Jesús, sigue el Santo Sacrificio donde Jesús ofrece su propio cuerpo, su carne, para la vida del mundo.
Primera lectura: 1Reyes 19,4-8
En aquellos días, Elías continuó por el desierto una jornada de camino, y, al final, se sentó bajo una retama y se deseó la muerte: «¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres!»
Se echó bajo la retama y se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come!»
Miró Elías, y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar.
Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: «¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas.»
Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
Segunda lectura: Efesios 4,30–5,2
No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios con que él os ha marcado para el día de la liberación final.
Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.
Evangelio: Juan 6,41-51
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios.» Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»