Otra parábola de Jesús, de acuerdo a la versión de san Lucas y una vez más se nos recuerda el importante tema de la desposesión, de la íntima relación que hay entre la pobreza y alcanzar la meta de nuestra existencia, esta vez desde la perspectiva del otro. Pues un cristiano nunca se debe sentir seguro (primera lectura) mientras disfruta de lo suyo y no tiene en cuenta a los demás o está convencido de que los pobres han sido destinados por Dios a recibir las migajas y él las cosas buenas de la vida. El Evangelio nunca bendice el status quo, las diversas situaciones sociales aunque tampoco condena, a priori, ninguna estructura ni organización, excepto la que intenta expulsar a Dios de la existencia. Los profetas, y luego Jesús, han destapado, y aún lo hacen, la injusticia en todo tipo de relaciones, también las sociales, pero lo más alejado del Evangelio es alentar, consentir o participar en una «revolución», que solamente significa que los que están arriba ahora bajen abajo (al menos algunos) y los que están abajo se sitúan ahora arriba (sin duda, solo unos pocos porque «arriba» hay poco espacio). La parábola de hoy sí es una de las más parecidas a un relato con moraleja, esto es, que descubre el peligro de una conducta concreta para, por contraste, ensalzar la contraria. Para ilustrarlo se relata la vida y la muerte, y lo que hay tras ellas, de un rico opulento y de un pobre de solemnidad. Este vive a las puerta de aquél, en toda su miseria, deseando siquiera poder disfrutar las sobras del otro. Cuando a ambos se les termina la vida terrena, cada uno recibe su premio o su castigo en referencia a los bienes que ha recibido y disfrutado durante ella, todo como está escrito en la Ley de la Alianza. Así, Lázaro asciende al «seno de Abrahán» para gozar allí de lo que se le ha negado en la vida, de los frutos de la promesa: la vida y el lugar donde vivirla para siempre. En cambio, el rico que ha recibido todo en su vida temporal fue enterrado y llevado al «infierno», pues ya había agotado su provisión de disfrute y felicidad en su vida terrena. La parábola nos invita a mirar, en primer lugar, algo ciertísimo pero que es fácil olvidar: que lo que vivimos ahora se acaba, de un modo u otro, y que nuestra meta, nuestro final está más allá de lo que ahora gozamos y sufrimos y que esta vida, como siempre se ha dicho, es para preparar y cosechar y acumular para la vida que hay tras la muerte, no para estar seguros en esta. Es decir, que cada acontecimiento, cada decisión que tomamos tiene siempre un horizonte más amplio del que nos creemos pues vamos de camino a un lugar que no está en este mundo y donde solo una verdadera transformación de nuestra existencia, una auténtica regeneración de nuestro ser, nos puede conducir y hacer permanecer allí. Esto significa vivir a fondo la Alianza, la nueva alianza, y tomarla muy en serio. Nuestro destino final no depende de la lotería o del resultado de una suma entre el debe del pecado y el haber de las buenas obras sino de haber caminado, realmente, a la luz de la voluntad de Dios, los diez mandamientos y los mandamientos de Jesús, por concretar algo más. De ahí el diálogo «póstumo» que la parábola refiere entre el rico, Abrahán y Lázaro, donde el primero quiere que sus hermanos, que han vivido y viven como él, reciban un aviso especial acerca de lo que realmente les espera. Con toda razón, Abrahán le enseña que la vida no funciona así, que tanto él como sus hermanos ya han recibido todos los avisos posibles. Que esta verdad está claramente expresada en la Ley y los profetas, y nosotros podemos añadir que lo hemos escuchado de la boca del mismo Hijo de Dios encarnado: solamente los pobres, los saben que lo son de raíz, que han vivido día a día su dependencia a Dios poniendo en práctica su voluntad, en respecto a Él y a los demás, abiertos porque no somos autosuficientes y todo lo recibimos y tenemos que darlo, son quienes alcanzan no solo el «seno de Abrahán» sino a vivir la misma vida de Dios, la vida familiar y divina de la Trinidad.


