«Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré»

16 Sep 2023 | Evangelio Dominical

Una vez establecido el límite exterior (como el muro de protección del que hablaba Chesterton en Ortodoxia que permite vivir felizmente ‘dentro’) de la comunidad, las condiciones para mantener la comunión con Cristo entre nosotros, la unidad imprescindible para llevar adelante la misión encomendada, Jesús habla de cómo el perdón es necesario en el día a día y más aún, como es el reflejo cotidiano de la salvación, de la redención que nos aporta la venida y la obra entera de Cristo que permanece en su iglesia. En primer lugar, afirma directamente Jesús que este perdón no se gasta, no tiene más límite que el de la misma vida humana, puesto que surge y se sostiene en el perdón que Él ha obtenido para todos gracias a su encarnación, pasión y resurrección. La parábola que sigue ilustra la situación del creyente, de quien pertenece a la comunidad, respecto a sus hermanos. Es común, prácticamente inevitable, que nos ofendamos, a veces aposta, a veces, incluso, en el ejercicio de la vida cotidiana y hasta de la misma misión pero hemos de recordar siempre que si estamos en la iglesia, en el sentido más amplio, la familia de todos los bautizados que viven la comunión en la fe, la caridad y la esperanza, lo estamos por haber sido salvados, redimidos, perdonados. No se trata de haber sido elegidos porque sí o por méritos pasados o futuros (falsas ideas sobre la predestinación que, como muchas majaderías, pululan por ahí) sino por la inescrutable voluntad de Dios, creador, Padre, que nos hizo para poder incorporarnos a su misma vida y no que parará hasta lograrlo, con nuestra ayuda y colaboración, que es imprescindible por cierto. Este perdón radical se expresa en el bautismo, el primer sacramento en nuestra personal historia de salvación. Más todavía si fuimos bautizados de niños, significando que recibidos el don incondicional del amor del Padre que nos aplica inmediatamente los méritos de Cristo para recrearnos y sin haber tenido tiempo ni de decir sí o amén (el padrino o madrina lo tuvo que decir por nosotros). Es decir, que el perdón es anterior a cualquier movimiento nuestro y es la verdadera condición de posibilidad para poder ser cristiano y hasta hombre. Incluso en el caso de los Santos ha sido así, no solo porque muchos se han convertido ya de adultos sino incluso aquellos como Teresa de Lisieux que nunca hicieron un pecado mortal: ella misma reconocía que esto era así porque había sido «perdonada de antemano», una especie de «perdón preventivo», que se anticipa a todos los pecados, contando, como siempre, con la cooperación del bendecido con este don, claro. En fin, todo esto para decir que si Jesús nos recuerda el deber de perdonar, lo hace porque todos hemos sido perdonados antes y siempre. Y más todavía: sin este perdón la comunidad, la iglesia se deshace también poco a poco, sus miembros se van separando porque nuestra iglesia no es la de los «puros» sino la de los redimidos que saben que deben pedir perdón y otorgarlo como una de las principales tareas de su vida. Termina Jesús recordando que no se trata de un pequeño fallo sin importancia sino una cuestión de la que Dios mismo, el Padre, revisa con mucha atención. Porque si he sido perdonado pero no pido perdón ni, sobre todo, no perdono estoy negando la fuerza misma de la redención de Cristo y hasta la misma paternidad de Dios, para quien todos somos sus hijos, con «derecho» a disfrutar de su amor y perdón y con el deber de otorgarlo siempre que nos lo pidan (que nunca en la iglesia se habla de perdonar sin que el otro lo pida y se duela de lo que ha hecho).

Primera lectura: Eclesiástico 27, 33-28, 9

Segunda lectura: Romanos 14, 7-9

Evangelio: Mateo 18, 21-35