Una vez establecido el límite exterior (como el muro de protección del que hablaba Chesterton en Ortodoxia que permite vivir felizmente ‘dentro’) de la comunidad, las condiciones para mantener la comunión con Cristo entre nosotros, la unidad imprescindible para llevar adelante la misión encomendada, Jesús habla de cómo el perdón es necesario en el día a día y más aún, como es el reflejo cotidiano de la salvación, de la redención que nos aporta la venida y la obra entera de Cristo que permanece en su iglesia. En primer lugar, afirma directamente Jesús que este perdón no se gasta, no tiene más límite que el de la misma vida humana, puesto que surge y se sostiene en el perdón que Él ha obtenido para todos gracias a su encarnación, pasión y resurrección. La parábola que sigue ilustra la situación del creyente, de quien pertenece a la comunidad, respecto a sus hermanos. Es común, prácticamente inevitable, que nos ofendamos, a veces aposta, a veces, incluso, en el ejercicio de la vida cotidiana y hasta de la misma misión pero hemos de recordar siempre que si estamos en la iglesia, en el sentido más amplio, la familia de todos los bautizados que viven la comunión en la fe, la caridad y la esperanza, lo estamos por haber sido salvados, redimidos, perdonados. No se trata de haber sido elegidos porque sí o por méritos pasados o futuros (falsas ideas sobre la predestinación que, como muchas majaderías, pululan por ahí) sino por la inescrutable voluntad de Dios, creador, Padre, que nos hizo para poder incorporarnos a su misma vida y no que parará hasta lograrlo, con nuestra ayuda y colaboración, que es imprescindible por cierto. Este perdón radical se expresa en el bautismo, el primer sacramento en nuestra personal historia de salvación. Más todavía si fuimos bautizados de niños, significando que recibidos el don incondicional del amor del Padre que nos aplica inmediatamente los méritos de Cristo para recrearnos y sin haber tenido tiempo ni de decir sí o amén (el padrino o madrina lo tuvo que decir por nosotros). Es decir, que el perdón es anterior a cualquier movimiento nuestro y es la verdadera condición de posibilidad para poder ser cristiano y hasta hombre. Incluso en el caso de los Santos ha sido así, no solo porque muchos se han convertido ya de adultos sino incluso aquellos como Teresa de Lisieux que nunca hicieron un pecado mortal: ella misma reconocía que esto era así porque había sido «perdonada de antemano», una especie de «perdón preventivo», que se anticipa a todos los pecados, contando, como siempre, con la cooperación del bendecido con este don, claro. En fin, todo esto para decir que si Jesús nos recuerda el deber de perdonar, lo hace porque todos hemos sido perdonados antes y siempre. Y más todavía: sin este perdón la comunidad, la iglesia se deshace también poco a poco, sus miembros se van separando porque nuestra iglesia no es la de los «puros» sino la de los redimidos que saben que deben pedir perdón y otorgarlo como una de las principales tareas de su vida. Termina Jesús recordando que no se trata de un pequeño fallo sin importancia sino una cuestión de la que Dios mismo, el Padre, revisa con mucha atención. Porque si he sido perdonado pero no pido perdón ni, sobre todo, no perdono estoy negando la fuerza misma de la redención de Cristo y hasta la misma paternidad de Dios, para quien todos somos sus hijos, con «derecho» a disfrutar de su amor y perdón y con el deber de otorgarlo siempre que nos lo pidan (que nunca en la iglesia se habla de perdonar sin que el otro lo pida y se duela de lo que ha hecho).
Primera lectura: Eclesiástico 27, 33-28, 9
Furor y cólera son odiosos;
el pecador los posee.
Del vengativo se vengará el Señor
y llevará estrecha cuenta de sus culpas.
Perdona la ofensa a tu prójimo,
y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas.
¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro
y pedir la salud al Señor?
No tiene compasión de su semejante,
¿y pide perdón de sus pecados?
Si él, que es carne, conserva la ira,
¿quién expiará por sus pecados?
Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo;
en la muerte y corrupción, y guarda los mandamientos.
Recuerda los mandamientos, y no te enojes con tu prójimo;
la alianza del Señor, y perdona el error.
Segunda lectura: Romanos 14, 7-9
Hermanos:
Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo.
Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor.
Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos.
Evangelio: Mateo 18, 21-35
En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús:
–«Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta:
–«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así.
El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo:
«Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo.»
El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo:
«Págame lo que me debes.»
El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo:
«Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.»
Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo:
¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?»
Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»