Los signos de Jesús que describe el Evangelio ratifican la afirmación de la primera lectura: «Dios no hizo la muerte ni disfruta destruyendo a los vivientes». Su misión en esta tierra tuvo como uno de sus objetivos principales preservar y restaurar la vida, amenazada, paradójicamente, por la capacidad humana para separarse de Dios. Y es que Dios es el origen de la vida, Él mismo es el Viviente por excelencia y todo lo que existe viene de su libre voluntad. Nos creó, nos sostiene y en Cristo quiso reparar y restaurar todo aquello que nosotros mismos habíamos dañado y destruimos. No es Dios quien amenaza la vida sino nosotros y en nuestro tiempo esta amenaza está llegando al paroxismo, prácticamente a la desesperación y la locura. Se pretende su protección, la salud de las personas por encima de todo, la llamada restauración de la naturaleza pero se quiere llegar a todo eso por el camino contrario: la destrucción de recursos y de la misma vida humana precisamente cuándo más protección necesita, en su mismo comienzo y en su final. La vida no es un concepto, una idea, una elección sino la realidad más básica, el fundamento de todo. Es la llama vacilante que nunca hay que apagar, la caña cascada que Dios no quiere romper. Así, Jesús, en el Evangelio, reacciona inmediatamente para proteger la vida de esa niña, la hija del jefe de la sinagoga: está en las últimas y Él acude para imponerle las manos, que se cure y viva. Por el camino, tiene otro encuentro con otra mujer amenazada por la muerte. Doce años lleva perdiendo la sangre, que es la vida y no ha podido encontrar ningún remedio; al contrario, ha consumido casi todo lo que queda de vida en buscarla y nada. Cuando ve a Jesús, intuye que Él es el remedio y se acerca tocar su manto a escondidas. Jesús se dio cuenta porque la vida salió de Él y la curó y pregunta por quien le ha tocado de esa manera, con fe y esperanza. Cuando la mujer se da a conocer, Jesús no puede sino bendecir lo que ella la hecho. Ella ha creído que bastaba tocarle para sanar interiormente y así ha sucedido. Jesús lo ratifica: esa fe que has puesto en obra te ha salvado, te ha unido a mi, ha hecho que la vida saliera de mi y entrara en ti. Cuando por fin llega a la casa del jefe de la sinagoga, la niña, que tenía también doce años, ya ha muerto. Ahora es Jesús el que muestra fe y decisión y decide encontrarla a pesar de que todos creen que será inútil, y ya ha comenzado hasta el duelo. Jesús se acerca a ella, la cogió de la mano (ya todo un milagro el tocar a un muerto que generaba impureza) y le habla, la llama a levantarse de la muerte, a resucitar. Jesús ha restaurado su vida, ha dado continuación a sus escasos doce años de vida, a punto sin duda ya de convertirse en adulta según la época. Jesús, por último, no quiere que el hecho se difunda, no lo ha hecho para propaganda de su persona o su imagen, sino para cumplir con su misión que es proteger y renovar la vida de cada uno de nosotros. Vivir en comunión de fe, amor, vida con Cristo es dejarnos sanar por Dios. Nuestra vida está amenazada, ahora más que nunca, especialmente por la falta de fe y la desesperanza, pero Cristo ha venido, precisamente, para que tengamos vida y vida en abundancia, vida eterna.
Primera lectura: Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24
Dios no hizo la muerte
ni goza destruyendo a los vivientes.
Todo lo creó para que subsistiera;
las criaturas del mundo son saludables:
no hay en ellas veneno de muerte,
ni el abismo impera en la tierra.
Porque la justicia es inmortal.
Dios creó al hombre para la inmortalidad
y lo hizo a imagen de su propio ser;
pero la muerte entró en el mundo
por la envidia del diablo,
y los de su partido pasarán por ella.
Segunda lectura: 2Corintios 8, 7. 9. 13-15
Hermanos:
Ya que sobresalís en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tenéis, distinguíos también ahora por vuestra generosidad.
Porque ya sabéis lo generoso que fue nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza.
Pues no se trata de aliviar a otros, pasando vosotros estrecheces; se trata de igualar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá igualdad.
Es lo que dice la Escritura: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba.»
Evangelio: Marcos 5, 21-43
En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia:
– «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba.
Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos, y se había gastado en eso toda su fortuna; pero
en vez e mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría.
Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando:
– «¿Quién me ha tocado el manto?»
Los discípulos le contestaron:
– «Ves como te apretuja la gente y preguntas: «¿Quién me ha tocado?»»
Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. El le dijo:
–«Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.»
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
se a muerto. para que molestar más al maestro?»
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
– «No temas; basta que tengas fe.»
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo:
– «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
– «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones.
Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.