Jesús sabía que para culminar su obra, no bastaría con el tiempo de su vida, que necesitaba otro «cuerpo», que le hiciese físicamente presente en el tiempo a través de toda la historia. Ese otro cuerpo era la comunidad que se iba reuniendo a su alrededor, aquellos que le acogían y creían en Él como enviado de Dios. Esta comunidad será el nuevo pueblo de Dios y todo pueblo precisa encargados, líderes, dirigentes, conductores que los mantenga y sostenga en el camino escogido. Para esto, Jesús elgió a los Doce y, de entre ellos, a Pedro. El Evangelio testimonia no solo esta elección sino el cuidado puesto por el Señor para convertir a Pedro en el pastor de la iglesia, especialmente tras atravesar la «debacle» que fue la Pascua. Y lo hace, en primer lugar, con el ejemplo de su propia vida. Se trata, lo primero de todo, de que reconozca dónde está y habla Dios, de saberlo y ser capaz de escucharlo. La Palabra nos enseña a todos que es Dios mismo quien se adelanta, se revela, se manifiesta, mediante palabras y gestos que hay que acoger y entender. El lleva la iniciativa en esta aventura que es darse a conocer e ir manifestando gradualmente su presencia a fin de salvarnos y redimirnos. Por ello, ha buscado a personas concretas, Moisés y los profetas, para mantener viva y actualizada la presencia de su Palabra, como nos narraba la primera lectura. Especialmente cuando se presenta una crisis de fe en la que Israel ha confundido a Dios con otro dios falso, casi sin enterarse, el profeta busca una salida, una solución, que siempre es la «reconexión» con la Palabra que el profeta puede reconocer. Jesús mismo es el Hijo de Dios, mucho más que ningún profeta, pero en su humanidad plenamente asumida necesita la oración para estar en plena comunión con el Padre. Mientras Jesús ora, durante casi toda la noche, sus discípulos se marchan, bien porque Él se lo ha dicho o porque se desilusionan, como señala algún comentarista. En un caso u otro, Jesús reaparece andando sobre el agua para dirigirse a ellos, que están en problemas con el mar y la barca, se manifiesta en medio de la tribulación. Ellos lo confunden con un «fantasma» o espíritu «residual» pero Él es el Hijo del mismo Dios que está sobre toda la creación, que lo reconoce, reverencia y obedece. Esto es lo que Jesús quiere transmitir a Pedro, aprovechando que él también quiere probar quién es su Maestro y la comunión efectiva que tiene con Él. Así, Pedro le pide hacer lo mismo que Él y cuando se lo manda, Pedro es capaz de dejar la barca y empezar a caminar sobre el agua embravecida. Al principio, funciona. Pedro, con los ojos puestos en Jesús, anda sobre la tormenta y se acerca a su Maestro pero la fuerza del viento y la misma situación hacen que le entre miedo y que su confianza flaquee, su fe duda y comienza a hundirse. Pero Jesús está allí para sacarlo del agua y de su poca fe y también para calmar la tormenta que amenaza con hundirlos a todos. Por eso los discípulos lo reconocen como quien es, el Hijo de Dios, esto es, su presencia concreta y personal, su misma Palabra y actuación. El camino de Pedro y los apóstoles se prefigura: para guiar y sostener al pueblo de la nueva alianza necesitan mantener su confianza y fe en Jesús, el Hijo de Dios. Les es imprescindible para no hundirse en las procelosas aguas de donde Jesús nos ha salvado. Sobre ellas navegamos o caminamos, lo que cada uno sepa o pueda, pero siempre con los ojos y el corazón puestos en Jesucristo.
Primera lectura: 1Reyes 19,9a.11-13a
En aquellos días, cuando Elías llegó al Horeb, el monte de Dios, se metió en una cueva donde pasó la noche. El Señor le dijo: «Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va pasar!»
Vino un huracán tan violento que descuajaba los montes y hizo trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva.
Segunda lectura: Romanos 9,1-5
Digo la verdad en Cristo; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante, en mi corazón, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo. Ellos descienden de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según la carne, nació el Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén.
Evangelio: Mateo 14,22-33
Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!»
Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.»
Él le dijo: «Ven.»
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame.»
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el viento.
Los de la barca se postraron ante él, diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios.»