En este domingo de la octava de la Pascua, la Palabra nos invita a mirar con mucha atención a la iglesia, nuestra casa, nuestra familia, que es ahora y hasta el fin de los tiempos, el cuerpo de Cristo resucitado, vivo y presente en este mundo y esta realidad que nos envuelve. Así, la primera lectura nos recordaba y nos hacía caer en la cuenta de lo que la Pascua ha obrado en el corazón y la vida de los discípulos: nos ha dado, realmente, un corazón nuevo (primera lectura). Se dice que «todos pensaban y sentían lo mismo» que les va llevando, poco a poco, a dejar de llamar «propio» a lo que tenían y a lo eran. La iglesia así, se va convirtiendo en el lugar que nos acoge a todos, destinada a acoger a todos los hombres. Sólo así es posible salir del individualismo, del egoísmo, para acercarnos a vivir, juntos, como nueva humanidad, hombres recreados por la fuerza del Resucitado. Y esto es lo que muestra el Evangelio: la realidad íntima, profunda de la iglesia del Señor Jesucristo. El Señor está en medio, por más que se quieran cerrar las puertas o se dejen llevar por el miedo. Su primera palabra siempre es ‘paz con vosotros’, esto es, el anuncio de Cristo vivo ha restaurado la comunión, ha perdonado el abandono, la duda, la traición y ha reconstituido como colegio apostólico y discípulos a los que un día llamó para estar con Él y para que compartiesen su misión. Jesús se manifiesta en cada asamblea cristiana como quien es: el Crucificado que ha resucitado, restaurando la naturaleza humana de acuerdo al plan de Dios. Él explica las Escrituras y dona y reparte a cada uno el Espíritu Santo, pues su glorificación garantiza la comunión directa con Dios a través de su Persona. El don del Espíritu mismo de Dios garantiza el envío y la misión: estos hombres, y los cristianos todos, son enviados a perdonar los pecados o a retenerlos, si es preciso, con tal que el pecador reconozca su mal y lo rechace para que el perdón se haga realidad en una vida nueva y no sea solo un buen deseo o una palabra. En el texto de hoy se nos narraba también el caso del apóstol Tomás que quería «ver» y tocar con su mano las heridas del Señor para estar cierto de todo lo que le habían anunciado, que Jesús vivía. Se nos cuenta que el Señor, en un nuevo encuentro dominical con todos, se dirigió directamente a él para que tocase sus heridas a fin de que creyera. Aparte de todas las implicaciones de este mensaje que, como todos los de Jesús, va mucho más allá del momento en que se pronuncian (a su identificación con todos los heridos de este mundo y la posibilidad de «tocarle» en ellos), el Señor le está haciendo ver y gustar la realidad apabullante de su presencia física cada vez que la comunidad celebra el misterio de su entrega, la Eucaristía, la Misa. En ella, Jesús se hace presente, habla, enseña, se deja tocar en su propio cuerpo resucitado (y presente sacramentalmente) para acabar uniéndose a la vida particular de cada uno de los participantes que pueden comulgar y lo hacen en la «gracia» de una limpia conciencia, la confianza también obtenida en el sacramento de la penitencia, de no haber roto la comunión ni con el Señor ni con los demás.
Primera lectura: Hechos de los apóstoles 4, 32-35
En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía.
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor.
Y Dios los miraba a todos con mucho agrado. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.
Segunda lectura: 1Juan 5, 1-6
Queridos hermanos:
Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser ama también al que ha nacido de él.
En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos.
Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo.
Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre, y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.
Evangelio: Juan 20, 19-31
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
–«Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
– «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
– «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
_«Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó:
– «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se
puso en medio y dijo:
– «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás:
– «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás:
– «¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo:
–«¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.