«¡Señor mío y Dios mío!»

6 Abr 2024 | Evangelio Dominical

En este domingo de la octava de la Pascua, la Palabra nos invita a mirar con mucha atención a la iglesia, nuestra casa, nuestra familia, que es ahora y hasta el fin de los tiempos, el cuerpo de Cristo resucitado, vivo y presente en este mundo y esta realidad que nos envuelve. Así, la primera lectura nos recordaba y nos hacía caer en la cuenta de lo que la Pascua ha obrado en el corazón y la vida de los discípulos: nos ha dado, realmente, un corazón nuevo (primera lectura). Se dice que «todos pensaban y sentían lo mismo» que les va llevando, poco a poco, a dejar de llamar «propio» a lo que tenían y a lo eran. La iglesia así, se va convirtiendo en el lugar que nos acoge a todos, destinada a acoger a todos los hombres. Sólo así es posible salir del individualismo, del egoísmo, para acercarnos a vivir, juntos, como nueva humanidad, hombres recreados por la fuerza del Resucitado. Y esto es lo que muestra el Evangelio: la realidad íntima, profunda de la iglesia del Señor Jesucristo. El Señor está en medio, por más que se quieran cerrar las puertas o se dejen llevar por el miedo. Su primera palabra siempre es ‘paz con vosotros’, esto es, el anuncio de Cristo vivo ha restaurado la comunión, ha perdonado el abandono, la duda, la traición y ha reconstituido como colegio apostólico y discípulos a los que un día llamó para estar con Él y para que compartiesen su misión. Jesús se manifiesta en cada asamblea cristiana como quien es: el Crucificado que ha resucitado, restaurando la naturaleza humana de acuerdo al plan de Dios. Él explica las Escrituras y dona y reparte a cada uno el Espíritu Santo, pues su glorificación garantiza la comunión directa con Dios a través de su Persona. El don del Espíritu mismo de Dios garantiza el envío y la misión: estos hombres, y los cristianos todos, son enviados a perdonar los pecados o a retenerlos, si es preciso, con tal que el pecador reconozca su mal y lo rechace para que el perdón se haga realidad en una vida nueva y no sea solo un buen deseo o una palabra. En el texto de hoy se nos narraba también el caso del apóstol Tomás que quería «ver» y tocar con su mano las heridas del Señor para estar cierto de todo lo que le habían anunciado, que Jesús vivía. Se nos cuenta que el Señor, en un nuevo encuentro dominical con todos, se dirigió directamente a él para que tocase sus heridas a fin de que creyera. Aparte de todas las implicaciones de este mensaje que, como todos los de Jesús, va mucho más allá del momento en que se pronuncian (a su identificación con todos los heridos de este mundo y la posibilidad de «tocarle» en ellos), el Señor le está haciendo ver y gustar la realidad apabullante de su presencia física cada vez que la comunidad celebra el misterio de su entrega, la Eucaristía, la Misa. En ella, Jesús se hace presente, habla, enseña, se deja tocar en su propio cuerpo resucitado (y presente sacramentalmente) para acabar uniéndose a la vida particular de cada uno de los participantes que pueden comulgar y lo hacen en la «gracia» de una limpia conciencia, la confianza también obtenida en el sacramento de la penitencia, de no haber roto la comunión ni con el Señor ni con los demás.

Primera lectura: Hechos de los apóstoles 4, 32-35

Segunda lectura: 1Juan 5, 1-6

Evangelio: Juan 20, 19-31