«Se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo»

31 May 2025 | Evangelio Dominical

Hoy celebramos, revivimos la culminación de la Misión de Jesús. En un día como este, fue definitivamente llevado al cielo, después de cuarenta días, «apareciéndoseles y hablándoles del reino de Dios». Volvió junto al Padre, como Él mismo había anunciado y enseñado. Y era necesario, en primer lugar, «porque el Padre es más que yo», como dijo usando una frase provocadora que había de ser discutida a lo largo de toda la historia y con la que lo que quería decir es que aun no estaba todo concluido, que le faltaba dar el paso de volver junto a su Padre para culminar esa Misión de revelar el misterio divino y de salvar a los hombres, haciéndoles posible llegar también a su culminación, a integrarse también, aunque como hijos adoptivos en la Trinidad, en la vida divina. También era necesario o en palabras de Jesús, «os conviene que yo me vaya» porque de otro modo no vendrá a nosotros el «otro Jesús», el Paráclito, el Espíritu que cerrará y llevará a su plenitud a través de toda la historia humana el plan de Dios, que ha sido siempre salvar y dar vida. Esta es la importancia esencial de esta Fiesta de la Ascensión, un paso más que necesario para que se acabe cumpliendo la «promesa del Padre» y Dios mismo, Uno y Trino, pueda enviarnos su Santo Espíritu, a fin de permanecer entre nosotros como Espíritu de la Verdad, Vida y Sostenedor de la Presencia de Cristo y del Padre en cada uno y en la Iglesia que Jesús ha fundado y quiere mantener hasta que vuelva. Jesús aprovecha el momento para desmontar, una vez más y la última, sus falsas esperanzas: el reino de Israel no será restaurado y en su lugar, vendrá el Espíritu para darles fuerzas y hacerlos testigos ahí, en Israel y por toda la tierra. Tras esto, «fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista» y ellos se quedan allí mirando «fijos al cielo» y de nuevo, como hacía poco en la Resurrección, «dos hombres vestidos de blanco» les tienen que recordar que quedarse ahí no es su lugar ni su misión, sino dar el testimonio que Jesús les ha encomendado hasta que Él vuelva «como lo habéis visto marcharse». El Evangelio se lo recordaba, nos lo recordaba aún de modo más claro: «vosotros sois testigos de esto», es decir, de que el Mesías realmente ha venido, ha padecido y resucitado de entre lo muertos al tercer día para que en su nombre se predique la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por la misma ciudad de Jerusalén. Para poder llevarla a cabo, necesitamos recibir la Promesa del Padre y para ello es preciso permanecer «en la ciudad» hasta ser revestidos de la fuerza de lo alto. En espera de esto, de la Gran Fiesta de Pentecostés, de aquí a una semana, reflexionamos en la que es nuestra realidad desde que Jesús, bendiciendo a los suyos, «se separó de ellos y fue llevado hacia el cielo». La primera pista nos la da el mismo final de este Evangelio: «se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios». El Evangelio termina como había comenzado, en el templo (cfr. Lc 1,5ss), pero ahora todo es diferente. Y lo mismo nos pasa a nosotros: todo parece igual, Jesús no está presente de un modo visible pero, sin embargo, pervive entre nosotros y en cada uno, el fruto de su obra, lo que ha logrado para todos. Y lo revivimos de modo muy especial cuando nos reunimos a celebrar su Palabra y su Eucaristía: la Palabra y, sobre todo, el pan y el vino que se transforman en su Cuerpo y su Sangre, le hacen verdadera aunque sacramentalmente presente. No lo vemos, tenemos que creerle pero esta fe nos comunica real y esencialmente con su Persona, con Dios mismo que a través de esta comunión nos está salvando, recreando por dentro y queriéndonos llevar hasta el cielo, donde nos aguarda.