El día de la Ascensión celebramos y revivimos el momento único y definitivo de la entrada en el cielo, el ámbito de Dios, de la eternidad, de lo que no pasa, de nuestra naturaleza humana, la que compartimos con Jesús y Él con nosotros. Y esto significa para cada uno la posibilidad real de participar de todo eso que Jesús ha conseguido para nosotros: desde este momento (desde nuestro bautismo y la gradual participación en la vida de la gracia) la redención, el cambio sustancial de nuestro ser pecador hacia la filiación divina y la plena fraternidad y, después de la muerte, la vida eterna. Después de cuarenta días intensos y bien aprovechados donde Jesús ha estado repitiendo lo ya enseñado sobre el reino, el cumplimiento de las promesas divinas, dando pruebas históricas y verificables humanamente sobre su resurrección, también esta etapa terminó y tuvo que marchar, partir hacia el Padre, pidiendo a los suyos aguardar «que se cumpla la promesa del Padre» que consistirá en que serán «bautizados con Espíritu Santo» y eso sucederá en «pocos días». Así lo contaba el libro de los Hechos, situándolo en Jerusalén de donde, además, no deben alejarse por el motivo adelantado antes. El Evangelio lo sitúa, en cambio, en Galilea donde están los discípulos según las instrucciones de Jesús Resucitado y cerrando el círculo de la vida terrena de Jesús, quien asciende y «desaparece» desde el lugar donde había comenzado la misión. Y que para Mateo, el evangelista que nos acompaña este año, la Ascensión tiene que ver directamente con la misión que trajo a Jesús a este mundo y que a partir de ahora los discípulos tienen que continuar, también la iglesia de nuestros días y cada uno de nosotros. Ahí están, dice el texto, los once discípulos, señalando así que la criba, la crisis ha marcado también a los doce, y recordando la traición, la pasión, la muerte y la redención subsiguiente. Aun entre ellos hay división (unos que se postran, otros que vacilan). Ante ellos, lo que hay (como ahora), Jesús manifiesta que ha recibido todo el poder, que es Dios Todopoderoso, como el Padre, en cielo y tierra, en toda la realidad, y que lo más importante aquí, para dar uso a este poder, no es arreglar la economía, las carreteras o la sanidad (que buena falta hacía y hace) sino «ir y hacer discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», lo que implica enseñar «a guardar todo lo que os mandado». Si Jesús dice que esto es lo primero y lo principal, y así lo entendieron los discípulos, significa que conseguido esto, es decir, la vinculación personal de cada hombre con el Dios vivo y actuante (Padre, Hijo, Espíritu) lo demás irá viniendo por añadidura, y con libertad y con permanencia, además. Ese es el verdadero «progreso»: reconocer y saber de donde venimos y adónde vamos. Y que el inmenso poder de Dios no se utiliza para bloquear ni obligar las conciencias sino para asegurar la fidelidad de Dios: «sabed que estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».
Primera lectura: Hechos de los apóstoles 1, 1 – 11
En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios.
Una vez que comían juntos, les recomendó:
–«No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.»
Ellos lo rodearon preguntándole:
–«Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?»
Jesús contestó:
–«No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo.»
Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndole irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:
–«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.»
Segunda lectura: Efesios 1, 17-23
Hermanos:
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.
Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.
Evangelio: Mateo 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
–«Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.
Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»