La gran fiesta de Pentecostés culmina, como todos los años, las celebraciones pascuales. El Señor Jesús, ya desde el cielo, «sentado a la derecha del Padre», cumple su penúltima promesa (que la última es que volverá) y nos envía al Espíritu Santo, la promesa del Padre por excelencia, el fin último y para siempre de su Misión entre nosotros. La Escritura y la Tradición, según muestra la teología y la reflexión de los creyentes, nos enseñan que el Hijo de Dios se encarnó y vivió entre nosotros durante más de treinta años para vivir como un verdadero hombre, hacer suyo todo lo nuestro, predicar y actuar la Buena Noticia, y por fin, entregar su vida, murió y resucitó y volvió de nuevo al Padre con nuestra naturaleza para así poder compartir con nosotros el mismo ser de Dios, el Espíritu Santo, con todos y cada uno de nosotros, con todos y cada uno de los hombres en cuanto comprendan todo esto que ya ha sucedido. Así, según el encargo de Jesús, estaban todos reunidos, los discípulos, con María, en un mismo lugar. Ahí mismo, un «ruido del cielo, como un viento fuerte» se hizo presente; como había dicho el mismo Jesús a Nicodemo, como «un viento que sopla hacia quiere» y «oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va». Es la intervención desde lo alto, desde Dios mismo, Padre, Hijo, Espíritu Santo que ha decidido culminar la historia de Jesús dándose a sí mismo a cada uno de los creyentes: «vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno». La Fuerza de Dios se posa en cada uno de los creyentes, ya «limpios» y dispuestos por la Palabra de Jesús. Enseguida se manifiestan sus frutos primeros: llenos de Espíritu Santo «empezaron a hablar en lenguas extranjeras» y así fue de hecho, pues muchos judíos de la diáspora, de todos los países, les escucharon hablar cada uno en su propia lengua, «de las maravillas de Dios», esto es, de lo que Dios mismo en ese momento estaba obrando, cumpliendo todo lo que había dicho, viniéndose a vivir, hasta el fin de todo, en el corazón de cada hombre que lo acepte y acoja. Así lo interpreta Pedro unos pocos versículos después y, mejor todavía, el mismo Jesús en el Evangelio. Nos descubre en ese mismo primer día en que Dios lo hizo todo nuevo en Él, ya por la tarde, cuando se presenta en medio de ellos, también sin llamar a la puerta o pedir permiso. Ahí mismo revela que desde su situación, desde su Humanidad Resucitada, anuncio contundente de la futura condición humana, «sopló sobre ellos y añadió: recibid el Espíritu Santo». Y también habla de sus frutos y efectos: perdonar o retener los pecados, que es el resumen último de su misión: Él nos envió lo mismo que el Padre a Él y nos concedió lo mismo que Él tenía a su lado por naturaleza, el Espíritu Santo. Y nos lo dio para lo mismo: perdonar o retener los pecados, que no es sino las dos caras de la redención: manifestar a todos la Verdad de un Dios que nos creó y nos salvó a costa de la entrega de su propio Hijo y que no desea sino salvarnos y darse a nosotros pero nunca en la mentira o el fingimiento o forzando o engañando nuestra libertad, sino entrando en nuestras vidas de pleno derecho, por la misma puerta, que es nuestro sí vital y confiado a su Palabra y su presencia en lo más hondo de nuestra vida.
Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 2, 1-11
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.
Enormemente sorprendidos, preguntaban:
–«¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?
Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.»
Segunda lectura: 1Corintios 12,3b-7. 12-13
Hermanos:
Nadie puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo.
Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.
Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.
Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
Evangelio: Juan 20, 19-23
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
–«Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
–«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. »
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
–«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. »